La Exaltación de la Santa Cruz
Hacia el año 320 la Emperatriz Elena de Constantinopla
encontró la Vera Cruz, la cruz en que murió Nuestro Señor Jesucristo, La
Emperatriz y su hijo Constantino hicieron construir en el sitio del
descubrimiento la Basílica del Santo Sepulcro, en el que guardaron la reliquia.
Años después, el rey Cosroes II de Persia, en el 614 invadió
y conquistó Jerusalén y se llevó la Cruz poniéndola bajo los pies de su trono
como signo de su desprecio por el cristianismo. Pero en el 628 el emperador
Heraclio logró derrotarlo y recuperó la Cruz y la llevó de nuevo a Jerusalén el
14 de septiembre de ese mismo año. Para ello se realizó una ceremonia en la que
la Cruz fue llevada en persona por el emperador a través de la ciudad. Desde
entonces, ese día quedó señalado en los calendarios litúrgicos como el de la
Exaltación de la Vera Cruz.
El cristianismo es un mensaje de amor. ¿Por qué entonces
exaltar la Cruz? Además la Resurrección, más que la Cruz, da sentido a nuestra
vida.
Pero ahí está la Cruz, el escándalo de la Cruz, de San
Pablo. Nosotros no hubiéramos introducido la Cruz. Pero los caminos de Dios son
diferentes. Los apóstoles la rechazaban. Y nosotros también.
La Cruz es fruto de la libertad y amor de Jesús. No era
necesaria. Jesús la ha querido para mostrarnos su amor y su solidaridad con el
dolor humano. Para compartir nuestro dolor y hacerlo redentor.
Jesús no ha venido a suprimir el sufrimiento: el sufrimiento
seguirá presente entre nosotros. Tampoco ha venido para explicarlo: seguirá
siendo un misterio. Ha venido para acompañarlo con su presencia. En presencia
del dolor y muerte de Jesús, el Santo, el Inocente, el Cordero de Dios, no
podemos rebelarnos ante nuestro sufrimiento ni ante el sufrimiento de los
inocentes, aunque siga siendo un tremendo misterio.
Jesús, en plena juventud, es eliminado y lo acepta para
abrirnos el paraíso con la fuerza de su bondad: "En plenitud de vida y de
sendero dio el paso hacia la muerte porque Él quiso. Mirad, de par en par, el
paraíso, abierto por la fuerza de un Cordero" (Himno de Laudes).
En toda su vida Jesús no hizo más que bajar: en la
Encarnación, en Belén, en el destierro. Perseguido, humillado, condenado. Sólo
sube para ir a la Cruz. Y en ella está elevado, como la serpiente en el
desierto, para que le veamos mejor, para atraernos e infundirnos esperanza.
Pues Jesús no nos salva desde fuera, como por arte de magia, sino compartiendo
nuestros problemas. Jesús no está en la Cruz para adoctrinarnos olímpicamente,
con palabras, sino para compartir nuestro dolor solidariamente.
Pero el discípulo no es de mejor condición que el maestro,
dice Jesús. Y añade: "El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga". Es fácil seguir a Jesús en
Belén, en el Tabor. ¡Qué bien estamos aquí!, decía Pedro. En Getsemaní se
duerme, y, luego le niega.
"No se va al cielo hoy ni de aquí a veinte años. Se va
cuando se es pobre y se está crucificado" (León Bloy). "Sube a mi
Cruz. Yo no he bajado de ella todavía" (El Señor a Juan de la Cruz). No
tengamos miedo. La Cruz es un signo más, enriquece, no es un signo menos. El sufrir
pasa, el haber sufrido -la madurez adquirida en el dolor- no pasa jamás. La
Cruz son dos palos que se cruzan: si acomodamos nuestra voluntad a la de Dios,
pesa menos. Si besamos la Cruz de Jesús, besemos la nuestra, astilla de la
suya.
Es la ambigüedad del dolor. El que no sufre, queda inmaduro.
El que lo acepta, se santifica. El que lo rechaza, se amarga y se rebela.
http://www.es.catholic.net/santoral/articulo.php?id=485
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