Excelentísimo Señor
Presidente de la República,
Señores Cardenales,
Venerados hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio,
Distinguidas autoridades,
Amado pueblo de Guanajuato y de México entero
Señores Cardenales,
Venerados hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio,
Distinguidas autoridades,
Amado pueblo de Guanajuato y de México entero
Me siento muy feliz de
estar aquí, y doy gracias a Dios por haberme permitido realizar el deseo,
guardado en mi corazón desde hace mucho tiempo, de poder confirmar en la fe al
Pueblo de Dios de esta gran nación en su propia tierra.
Es proverbial el
fervor del pueblo mexicano con el Sucesor de Pedro, que lo tiene siempre muy
presente en su oración. Lo digo en este lugar, considerado el centro geográfico
de su territorio, al cual ya quiso venir desde su primer viaje mi venerado
predecesor, el beato Juan Pablo II.
Al no poder hacerlo,
dejó en aquella ocasión un mensaje de aliento y bendición cuando sobrevolaba su
espacio aéreo. Hoy me siento dichoso de hacerme eco de sus palabras, en suelo
firme y entre ustedes: Agradezco decía en su mensaje el afecto al Papa y la
fidelidad al Señor de los fieles del Bajío y de Guanajuato. Que Dios les
acompañe siempre (cf. Telegrama, 30 enero 1979).
Con este recuerdo
entrañable, le doy las gracias, Señor Presidente, por su cálido recibimiento, y
saludo con deferencia a su distinguida esposa y demás autoridades que han
querido honrarme con su presencia. Un saludo muy especial a Monseñor José
Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, así como a Monseñor Carlos Aguiar
Retes, Arzobispo de Tlalnepantla, y Presidente de la Conferencia del
Episcopado Mexicano y del Consejo Episcopal Latinoamericano. Con esta breve
visita, deseo estrechar las manos de todos los mexicanos y abarcar a las
naciones y pueblos latinoamericanos, bien representados aquí por tantos
obispos, precisamente en este lugar en el que el majestuoso monumento a Cristo
Rey, en el cerro del Cubilete, da muestra de la raigambre de la fe católica
entre los mexicanos, que se acogen a su constante bendición en todas sus
vicisitudes.
México, y la mayoría
de los pueblos latinoamericanos, han conmemorado el bicentenario de su
independencia, o lo están haciendo en estos años. Muchas han sido las
celebraciones religiosas para dar gracias a Dios por este momento tan
importante y significativo. Y en ellas, como se hizo en la Santa Misa en la Basílica de San Pedro, en
Roma, en la solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, se invocó con fervor a
María Santísima, que hizo ver con dulzura cómo el Señor ama a todos y se
entregó por ellos sin distinciones. Nuestra Madre del cielo ha seguido velando
por la fe de sus hijos también en la formación de estas naciones, y lo sigue
haciendo hoy ante los nuevos desafíos que se les presentan.
Vengo como peregrino
de la fe, de la esperanza y de la caridad. Deseo confirmar en la fe a los
creyentes en Cristo, afianzarlos en ella y animarlos a revitalizarla con la
escucha de la Palabra
de Dios, los sacramentos y la coherencia de vida. Así podrán compartirla con
los demás, como misioneros entre sus hermanos, y ser fermento en la sociedad,
contribuyendo a una convivencia respetuosa y pacífica, basada en la inigualable
dignidad de toda persona humana, creada por Dios, y que ningún poder tiene
derecho a olvidar o despreciar. Esta dignidad se expresa de manera eminente en
el derecho fundamental a la libertad religiosa, en su genuino sentido y en su
plena integridad.
Como peregrino de la
esperanza, les digo con san Pablo: «No se entristezcan como los que no tienen
esperanza» (1 Ts 4,13).
La confianza en Dios
ofrece la certeza de encontrarlo, de recibir su gracia, y en ello se basa la
esperanza de quien cree. Y, sabiendo esto, se esfuerza en transformar también
las estructuras y acontecimientos presentes poco gratos, que parecen
inconmovibles e insuperables, ayudando a quien no encuentra en la vida sentido
ni porvenir.
Sí, la esperanza
cambia la existencia concreta de cada hombre y cada mujer de manera real (cf.
Spe salvi, 2). La esperanza apunta a «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap
21,1), tratando de ir haciendo palpable ya ahora algunos de sus reflejos. Además,
cuando arraiga en un pueblo, cuando se comparte, se difunde como la luz que
despeja las tinieblas que ofuscan y atenazan.
Este país, este
Continente, está llamado a vivir la esperanza en Dios como una convicción
profunda, convirtiéndola en una actitud del corazón y en un compromiso concreto
de caminar juntos hacia un mundo mejor.
Como ya dije en Roma,
«continúen avanzando sin desfallecer en la construcción de una sociedad
cimentada en el desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión de la
justicia» (Homilía en la solemnidad de Nuestra Señor de Guadalupe, Roma, 12
diciembre 2011).
Junto a la fe y la
esperanza, el creyente en Cristo, y la Iglesia en su conjunto, vive y practica la
caridad como elemento esencial de su misión.
En su acepción primera,
la caridad «es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata
en una determinada situación» (Deus caritas est, 31,a), como es socorrer a los
que padecen hambre, carecen de cobijo, están enfermos o necesitados en algún
aspecto de su existencia. Nadie queda excluido por su origen o creencias de
esta misión de la Iglesia ,
que no entra en competencia con otras iniciativas privadas o públicas, es más,
ella colabora gustosa con quienes persiguen estos mismos fines.
Tampoco pretende otra
cosa que hacer de manera desinteresada y respetuosa el bien al menesteroso, a
quien tantas veces lo que más le falta es precisamente una muestra de amor
auténtico.
Señor Presidente,
amigos todos: en estos días pediré encarecidamente al Señor y a la Virgen de Guadalupe por
este pueblo, para que haga honor a la fe recibida y a sus mejores tradiciones;
y rezaré especialmente por quienes más lo precisan, particularmente por los que
sufren a causa de antiguas y nuevas rivalidades, resentimientos y formas de
violencia. Ya sé que estoy en un país orgulloso de su hospitalidad y deseoso de
que nadie se sienta extraño en su tierra. Lo sé, lo sabía ya, pero ahora lo veo
y lo siento muy dentro del corazón.
Espero con toda mi
alma que lo sientan también tantos mexicanos que viven fuera de su patria
natal, pero que nunca la olvidan y desean verla crecer en la concordia y en un
auténtico desarrollo integral. Muchas gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario