miércoles, 31 de octubre de 2012

LOS SÍMBOLOS DE LA FE



LOS SÍMBOLOS DE LA FE *

Quien dice "Yo creo", dice "Yo me adhiero a lo que nosotros creemos". La comunión en la fe necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe.

Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos (cf. Rm 10,9; 1 Co 15,3-5; etc.). Pero muy pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes orgánicos y articulados destinados sobre todo a los candidatos al bautismo.

Se llama a estas síntesis de la fe "profesiones de fe" porque resumen la fe que profesan los cristianos. Se les llama "Credo" por razón de que en ellas la primera palabra es normalmente : "Creo". Se les denomina igualmente "símbolos de la fe".

La primera "Profesión de fe" se hace en el Bautismo. El "Símbolo de la fe" es ante todo el símbolo bautismal. Puesto que el Bautismo es dado "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19), las verdades de fe profesadas en el Bautismo son articuladas según su referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad.

El Símbolo se divide, por tanto, en tres partes: "primero habla de la primera Persona divina y de la obra admirable de la creación; a continuación, de la segunda Persona divina y del Misterio de la Redención de los hombres; finalmente, de la tercera Persona divina, fuente y principio de nuestra santificación" (Catecismo Romano, 1,1,3). Son "los tres capítulos de nuestro sello (bautismal)" (San Ireneo de Lyon, Demonstratio apostolicae praedicationis, 100).

Entre todos los símbolos de la fe, dos ocupan un lugar muy particular en la vida de la Iglesia:

El Símbolo de los Apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el resumen fiel de la fe de los Apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: "Es el símbolo que guarda la Iglesia romana, la que fue sede de Pedro, el primero de los apóstoles, y a la cual él llevó la doctrina común" (San Ambrosio,Explanatio Symboli, 7: PL 17, 1158D).

El Símbolo llamado de Nicea-Constantinopla debe su gran autoridad al hecho de que es fruto de los dos primeros Concilios ecuménicos (325 y 381). Sigue siendo todavía hoy el símbolo común a todas las grandes Iglesias de Oriente y Occidente.

* Cf CEC 185-195

La creencia cristiana de la vida eterna



La Iglesia católica celebra las fiestas de Todos los Santos en el día primero del mes noviembre para venerar y homenajear a los bienaventurados del Sermón de la Montaña, y la de Todos Fieles Difuntos en el día dos de este mismo mes para recordar a nuestros queridos difuntos orando por ellos y depositando nuestras flores sobre sus sepulcros y tumbas de nuestros cementerios como signos de nuestro amor y gratitud hacia ellos. Fueron introducidas en la liturgia cristiana romana por la célebre abadía benedictina francesa de Cluny que tantas glorias dio la a Cristiandad.
Pues bien, dichos dias me traen a mi memoria los versos de Gustavo Adolfo Bécquer: “¿Vuelve el polvo al polvo?, ¿vuela el alma al cielo?, ¿todo es vil materia, podredumbre y cieno?.¡No lo sé, pero hay algo que explicar no puedo, que a la par que nos infunde repugnancia y miedo, al dejar tan tristes, tan solos, los muertos!”.  A estas preguntas de Bécquer quiero responder con unas sencillas consideraciones acerca del tiempo y la eternidad, de la brevedad y fugacidad de esta vida terrena, y de la resurrección de los muertos y  de una vida eterna más allá de la muerte.
 El tiempo y el espacio realmente no existen, son entes de razón con fundamento en la realidad de la vida. Concretamente, el tiempo es lo que duran nuestras vidas y cosas teniendo un principio y un fin en este mundo, y el espacio es el lugar que ocupan. La eternidad es la duración infinita de la vida, que puede ser de dos formas, una que no tiene principio ni fin, como es la vida  de Dios, y otra que tiene principio pero que no tienen fin como son los seres humanos según la creencia cristiana.
          La brevedad y fugacidad de la vida humana en este mundo me trae a mi memoria las coplas que Jorge Manrique escribió en el siglo XV con ocasión de la muerte de su padre, el maestre de la orden religiosa y militar de Santiago: “Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte, contemplando cómo se pasa la vida, como se viene la muerte tan callando; cuan presto se va el placer y cómo después de recordado da dolor, y como a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor. Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir. Partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos y llegamos al tiempo que fenecemos, así que cuando morimos descansamos”.
 Ciertamente, nuestra vida humana de placeres y dolores, de amores y odios en este mundo es corta, por muchos años que uno viva, pasando fugazmente como los ríos que nacen, crecen, discurre por su cauce y mueren en la inmensidad del mar. Nuestra pregunta es: ¿Nacemos y morimos en la inmensidad del cosmos como el río que nace y muere en la inmensidad del mar?, o bien ¿nacemos y morimos para resucitar a una vida personal y eterna tras nuestra muerte temporal?
 Veamos lo que nos dice la Biblia y lo que nos enseña la Iglesia al respeto. El Viejo Testamento habla de la resurrección de los muertos para una vida eterna. Concretamente, Job dice: “Yo se que vive mi Redentor, y que yo he de resucitar de la tierra el último día, y de nuevo he ser revestido de esta piel mía y en mi carne veré a mi Dios” (Job, 19, 23-27). Los profetas Daniel (12, 2), Ezequiel (37,1 y sigs,) y los Macabeos (II, 7,1-14) manifiestan la creencia de la resurrección de los muertos para la vida eterna.
          El Evangelio de san Juan expresa en palabras de Jesús: “Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así, el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna.  Llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán mi voz. Saldrán los que han hecho el bien para una resurrección de vida y los que han hecho el mal para una resurrección de juicio” (Jn.5, 21-28). Con ocasión de la muerte de Lázaro, le dice a su hermana, Marta, que lloraba desconsolada: “Yo soy la resurrección y la vida, aquel que crea en mí, aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25).
    San Pablo manifiesta: “No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los demás sin esperanza, pues si creemos que Jesús murió, así también Dios tomará consigo a los que murieron en él. Pues el Señor, a una orden del cielo, a la voz del arcángel y al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán primero, y después nosotros los que aun vivan seremos arrebatados  en las nubes al encuentro con Dios en los aires, y allí estaremos siempre con el Señor” (Tsln.4, 13-18).
La Iglesia en sus Credos afirma: “Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna”, y en el prefacio de difuntos enseña: “La vida de los que creen, Señor, no termina, se transforma”. De este modo, San Agustín de Hipona escribe: “Señor, nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti.”
 ¡Jesús, como san Pedro te decimos: “¿Señor, a dónde vamos a ir, si Tú tienes palabras de vida eterna”, que garantizan la resurrección de los muertos a una vida eterna!
José Barros Guede.   A Coruña, 30 de octubre del 2012.

El decálogo del Día de Todos los Santos (1 Noviembre)



Diez ideas breves, sencillas y claves sobre el sentido y necesidad de la solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre)
El 1 de noviembre es la solemnidad litúrgica de Todos los Santos, que prevalece sobre el domingo. Se trata de un popular y bien sentida fiesta cristiana, que al evocar a quienes nos han precedido en el camino de la fe y de la vida, gozan ya de la eterna bienaventuranza, son ya -por así decirlo- ciudadanos de pleno derecho del cielo, la patria común de toda la humanidad de todos los tiempos.

1.- El día de Todos los Santos cuenta un milenio de popular y sentida historia y tradición en la vida de la Iglesia. Fueron los monjes benedictinos de Cluny quienes expandieron esta festividad,

2.- En este día celebramos a todos aquellos cristianos que ya gozan de la visión de Dios, que ya están en el cielo, hayan sido o no declarados santos o beatos por la Iglesia. De ahí, su nombre: el día de Todos los Santos.

3.-  Santo es aquel cristiano que, concluida su existencia terrena, está ya en la presencia de Dios, ha recibido –con palabras de San Pablo- “la corona de la gloria que no se marchita”.

4.- El santo, los santos son siempre reflejos de la gloria y de la santidad de Dios. Son modelos para la vida de los cristianos e intercesores de modo que a los santos se pide su ayuda y su intercesión. Son así dignos y merecedores de culto de veneración.

5.- El día de Todos los Santos incluye en su celebración y contenido a los santos populares y conocidos, extraordinarios cristianos a quienes la Iglesia dedica en especial un día al año.

6.- Pero el día de Todos los Santos es, sobre todo, el día de los santos anónimos, tantos de ellos miembros de nuestras familias, lugares y comunidades.

7.- El día de Todos los Santos es igualmente una oportunidad para recordar la llamada universal a la santidad presente en todos los cristianos desde el bautismo. Es ocasión para hacer realidad en nosotros la llamada del Señor a que seamos perfectos- santos- como Dios, nuestro Padre celestial, es perfecto, es santo.
Se trata de una llamada apremiante a que vivamos todos nuestra vocación a la santidad según nuestros propios estados de vida, de consagración y de servicio. En este tema insistió mucho el Concilio Vaticano II. El capítulo V de su Constitución dogmática “Lumen Gentium” lleva por título “Universal vocación a la santidad en la Iglesia”.
Y es que la santidad no es patrimonio de algunos pocos privilegiados. Es el destino de todos, como fue, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos a quienes hoy celebramos.
8.- La santidad cristiana consiste en vivir y cumplir los mandamientos.  “El santo no es un ángel, es hombre en carne y hueso que sabe levantarse y volver a caminar. El santo no se olvida del llanto de su hermano, ni piensa que es más bueno subiéndose a un altar. Santo es el que vive su fe con alegría y lucha cada día pues vive para amar”. (Canción de Cesáreo Gabaraín).
”El santo es aquel que está tan fascinado por la belleza de Dios y por su perfecta verdad que éstas lo irán progresivamente transformando. Por esta belleza y verdad está dispuesto a renunciar a todo, también a sí mismo. Le es suficiente el amor de Dios, que experimenta y transmite en el servicio humilde y desinteresado del prójimo”. (Benedicto XVI)
9.- La santidad se gana, se logra, se consigue, con la ayuda de la gracia, en tierra, en el quehacer y el compromiso de cada día, en el amor, en el servicio y en el perdón cotidianos. “El afán de cada día labra y vislumbra el rostro de la eternidad”, escribió certera y hermosamente Karl Rhaner. El cielo, sí, no puede esperar. Pero el cielo –la santidad- solo se gana en la tierra.

10.- Por fin, el día de Todos los Santos nos habla de que la vida humana no termina con la muerte sino que abre a la luminosa vida de eternidad con Dios. El día de Todos los Santos es la catequesis y celebración de los misterios de nuestra fe relativos al final de la vida, los llamados “novísimos”: muerte, juicio, eternidad.
Y por ello, al día siguiente a la fiesta de Todos los Santos,  el 2 de noviembre, celebramos, conmemoramos a los difuntos. Es día de oración y de recuerdo hacia ellos. Es día para saber vivir la vida según el plan de Dios. Es día, como el día, en el que la piedad de nuestro pueblo fiel visita los cementerios. Todo el mes de noviembre está dedicado especialmente a los difuntos y a las ánimas del Purgatorio.
Jesús de las Heras Muela (Director de ECCLESIA y de ECCLESIA DIGITAL)

viernes, 19 de octubre de 2012

San Ignacio de Loyola




Íñigo López de Recalde Nació en Loyola,  Azpeitia España en  1491 y murió en Roma 1556, fundador de la Compañía de Jesús. Era de origen noble y en su juventud fue militar. Convaleciente de las heridas recibidas en el cerco de Pamplona por los franceses el 20 de mayo de 1521, experimentó una crisis espiritual que determinó su vocación religiosa. Durante un año se retiró a hacer penitencia a Manresa y como fruto de sus experiencias escribió Los ejercicios espirituales, libro de meditaciones y reglas de vida espiritual que sería la base de sus posteriores predicaciones y de la espiritualidad de la Compañía de Jesús. En 1524 comenzó estudios de latín y teología que alternó con la predicación. La Inquisición le prohibió continuar sus actividades, por lo que marchó a Francia, donde terminó sus estudios. En 1537, en Italia, recibió las órdenes sacerdotales y se puso a disposición del papa Pablo III. En 1540, el papa otorgó la constitución de la Compañía de Jesús el 27 de Septiembre de 1540 y en 1541 Ignacio fue nombrado su superior. Escribió las Constituciones de la Compañía y una Autobiografía. Fundó el Colegio Romano, que sería después Universidad Gregoriana de Roma. También fundó el Colegio Germánico y otras instituciones en la misma Roma. 
Murió inesperadamente, tanto que no le alcanzaron a dar los últimos sacramentos, en la mañana del día 31 de julio de 1556. Pablo V lo beatificó el 3 de diciembre de 1609 y Gregorio XV lo canonizó el 12 de marzo de 1622.

Los cuatro evangelios


Las fuentes religiosas de los cuatro Evangelios, Mateo, Marcos, Lucas y Juan, son la tradición oral de la Iglesia primitiva cristiana que nace el día de Pentecostés, el primitivo libro, llamado Logias, escrito en arameo y atribuido a Mateo que recoge los discursos de Jesús, y los datos  propios que aporta cada evangelista.
La tradición oral era, entonces, el medio popular de recoger y trasmitir los hechos y dichos de un personaje a los demás. Los alumnos rabínicos que los escuchaban a sus maestros, los trasmitían de memoria y de palabra a los demás sin escribir nada. De esta manera, oralmente los apóstoles, santa María y sus familiares transmiten los dichos y hechos de Jesús de Nazaret a los demás fieles cristianos de la primitiva Iglesia que los citados Evangelios recogerán por escrito.
 La tradición primitiva oral evangélica comprende un tiempo de veinte a treinta años, que va desde la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles hasta la redacción escrita de los Evangelios. Papías, obispo de Frigia, hacía el año 130, confesaba, que prefería la tradición oral al contenido de los escritos. Séneca ponía la palabra viva por encima de la palabra escrita. De este modo,  el libro judío Talmud y el islamista Corán  es producto de la tradición oral.
         El actual Evangelio de Mateo, escrito en griego, sobre el año 64, para los cristianos de Palestina, recoge los discursos de Jesús, llamados Logias, la tradición oral de la Iglesia primitiva de Jerusalén e inserta determinados relatos del Evangelio de Marcos. Su finalidad es demostrar que Jesús de Nazaret es el Cristo (Mesías), hijo de David. Fue el más usado, utilizado y citado por la Iglesia a lo largo de su historia.
El Evangelio de Marcos, escrito en griego, entre los años 55 al 62, está dirigido a la Iglesia Romana. Recoge los testimonios evangélicos del apóstol Simón Pedro, del que era discípulo suyo, y la tradición oral de la Iglesia primitiva. Su finalidad es probar que Jesús es el Hijo de Dios. Es el más firme, más preciso, más antiguo, más original de todos los Evangelios.
El Evangelio de Lucas está pensado y escrito en griego, en el año 63, fuera de Palestina. Relata lo que oyó decir a los familiares de Jesús, a Juana esposa de Cuza, intendente de la casa de Herodes Antipas, y a Pablo de Tarso, del que era discípulo. Su finalidad es esclarecer que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios y Salvador del mundo. Es el más completo y ordenado, aunque no el más auténtico.
Los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas se llaman sinópticos porque tienen partes comunes y partes diferentes siguiendo el mismo orden de exposición y esquema general. Los tres nos relatan mayoritariamente la actividad de Jesús de Nazaret en Galilea y nos dan a conocer sus discursos, dichos y parábolas sobre el Reino de Dios, sus muchos milagros y sus muchas discusiones y polémicas con los fariseos y escribas.
 El Evangelio de Juan, escrito en griego, entre los años 96 al 104, en Éfeso, fue para dar respuesta a los ambientes filosóficos helenistas que negaban la divinidad de Jesús Nazaret. En su divino Prólogo nos  revela su naturaleza eterna y su persona divina, llamada el Verbo de Dios. Sigue un orden y esquema distinto a los sipnóticos relatando primordialmente la actividad de Jesús de Nazaret en Jerusalén.
 Narra hechos y dichos que no aparecen en los sinópticos, tales como son, el milagro de las Bodas de Caná de Galilea y el relato del pan de vida, el episodio de María Magdalena, la resurrección de Lázaro, los coloquios con la Samaritana y con Nicodemo y las alegorías del buen pastor, de la vid, de la puerta y del luz en lugar de las parábolas de los sinópticos.  Anteriormente, Juan ya habido escrito el Apocalipsis, entre los años 92 al 96, y un poco más tarde, sus tres cartas apostólicas.
 Los cuatro dichos Evangelios no son biografías porque muchos hechos y dichos narrados de la vida y de la actividad de Jesús de Nazaret carecen de fecha cronológica y de lugar topográfico, sino que son semblanzas suyas. Sus autores tomaron las partes comunes de la tradición oral cristiana de la primera comunidad de Jerusalén, y añadieron a ella las partes propias. Según ciertos escritores liberales fueron redactados por personajes de la comunidad cristiana, en el siglo II, poniéndole los nombres de dichos evangelistas.
Lo más importante de Mateo son sus discursos, de Marcos, sus relatos, de Lucas, sus numerosos datos que proporciona de la infancia de Jesús, y de Juan, su prólogo divino, su discurso sobre el pan de vida eterna, la resurrección de Lázaro y los datos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret.
Las fuentes profanas sobre la vida y pensamiento de Jesús son escasísimas, de segunda mano, sin apenas importancia. Hacen breves alusiones a la existencia de cristianos seguidores de Jesús. Fundamentalmente, son las Antigüedades de Flavio Josefo, obra escrita entre los años 93 al 94 d. C., una Carta de Plinio, el Joven, a Trajano, del año 112 d. C., los Anales de Tácito, del año 117, y el Talmud, conjunto de explicaciones judías, llevadas a cabo por Rabbí Yeundá, en el siglo IV d. C.
José Barros Guede
A Coruña, 18 de octubre del 2012
José Barros Guede es sacerdote incardinado en la archidiócesis castrense de España. Es coronel capellán, ya retirado. Está licenciado en Teología y en Derecho Civil. Fue abogado en ejercicio y escritor. Reside habitualmente en A Coruña.

PERFIL DEL MISIONERO / A





PERFIL DEL MISIONERO / A

-Tiene en la cabeza:
Fe en el valor del pueblo.
-En los ojos:
La capacidad de descubrir.
-En los oídos:
La escucha respetuosa y atenta.
-En la boca:
Una sonrisa de alegría y esperanza.
-En los brazos:
La resistencia y la lucha por el Reino.
-En las manos:
La disponibilidad solidaria.
-En los pies:
La itinerancia y la capacidad de desinstalarse y salir.
-En el corazón:
La paz de Cristo y la cercanía a los pobres.
-En el vientre:
La VIDA.

lunes, 15 de octubre de 2012

Domingo de Ramos -Historia-




La liturgia de la Semana Santa comienza con la bendición de las palmas y una procesión el Domingo, con una solemne proclamación de la narración de la Pasión según San Mateo en la misa.
La procesión de Ramos viene evidentemente del recuerdo de lo que pasó en la vida de Jesús días antes de su pasión y muerte. Como ya mencionamos, en los primeros siglos, en Jerusalén se comenzó a venerar los lugares donde había sucedido algún acontecimiento en la vida de Jesús.
“Por eso el domingo anterior al Viernes Santo todo el pueblo se reunía en el Monte de los Olivos junto con el obispo y desde allí se dirigían a la ciudad con ramos en las manos y gritando Viva, como habían hecho los contemporáneos de Jesús”.
Se dice que el Domingo de Ramos el obispo de Jerusalén, representando a Cristo, se montaba en un burro y que la gente llevaba a sus recién nacidos y a los niños a la procesión.
Pero cada Iglesia fue tomando esta costumbre y celebrándola en particular. En Roma para el siglo IV se le llamaba a este día “Domingo de la Pasión” y en él se proclamaba solemnemente la Pasión del Señor, haciendo ver que la cruz es el camino de la resurrección. Sólo hasta el siglo XI se comenzó allí también la costumbre de la procesión. Se nos dice que en Egipto la cruz era cargada triunfalmente en esta procesión. En Francia y en España en el siglo VII se habla de la bendición de ramos y de la procesión.
Tras el concilio de Trento se quiso que en todas partes de la Iglesia Latina se celebrara de la misma manera este domingo y entonces se juntó lo que se hacía en Jerusalén (procesión de Ramos) con lo que se hacía en Roma (celebración de la pasión, como si fueran cosas distintas, ya que cada una se celebraba con ornamentos de distinto color y con oraciones iniciales y finales propias.
Con las reformas que hizo el Papa Paulo VI a las celebraciones de Semana Santa después del Concilio Vaticano II, se unificó la celebración con oraciones y ornamentos comunes haciendo ver mas claramente que en ella se vive el único misterio pascual de vida y muerte y que una y otra de sus partes se relacionan y se enriquecen mutuamente: no hay verdadera celebración del Domingo de Ramos sin procesión y sin lectura solemne de la Pasión en Una misma Eucaristía.
El Papa Juan Pablo II vino a darle un sentido más a esta celebración lanzando el reto a los jóvenes a participar en esta ceremonia celebrando la Jornada Mundial de la Juventud. La intención de este hecho es invitar a los jóvenes a dejar entrar a Cristo en su vida y que proclamen su presencia y soberanía sobre el mundo con su testimonio.

LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO




“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?. 
No está aquí ha resucitado” 
(Lc 24, 5)

Con estas hermosas y profundas palabras, la liturgia de la Noche Pascual nos recordará el anuncio solemne que los ángeles del Señor hicieron del acontecimiento más importante en la historia de la humanidad.

Jesús, el “pobre de Nazareth”  - como lo llama el P. Larrañaga -, había sido glorificado por su Padre y la muerte acababa de sufrir una contundente  e irreversible derrota.
Y desde el sepulcro vacío, iluminado por estas palabras, se contempla con otros ojos al hombre.

Porque, efectivamente, la cruel y dura realidad de la muerte, que resulta para todos detestable, se ha revelado, no como fin o destino, sino apenas como la última prueba a la que seremos sometidos antes de nuestra definitiva liberación obrada por el amor de nuestro Padre.

Jesucristo resucitado encabeza la marcha de la entera humanidad hacia el encuentro de comunión con Dios Trinidad, hacia su auténtica y perenne felicidad.

¿Habrá acaso algo tan importante en este mundo que nos pueda apartar del amor divino que se nos ha manifestado en Cristo?, ¿Dejaremos perder la oportunidad de participar en tan noble cortejo?, ¿Cambiaremos esta “joya” por unas “cuentas de cristal”?.

Tomemos parte con desbordante gozo en esta fiesta de toda la Iglesia, anunciemos con júbilo la Resurrección, pero, principalmente, transformemos nuestra vida para que, unidos a Jesús, podamos triunfar para siempre con Él.

P. Adolfo Silva Pita

La perseverancia en la fe




La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St2, 14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.


CEC 162

La fe de tu Iglesia





La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor (Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia, —A Ti te confiesa la Santa Iglesia por toda la tierra— cantamos en el himno Te Deum), y con ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también : "creo", "creemos". Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el ministro del bautismo pregunta al catecúmeno: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?" Y la respuesta es: "La fe". "¿Qué te da la fe?" "La vida eterna".

La salvación viene solo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre: "Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación" (Fausto de Riez, De Spiritu Sancto, 1,2: CSEL 21, 104). Porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe.

CEC 168-9

CREEMOS



La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. El creyente ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

"Creo" (Símbolo de los Apóstoles): Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. "Creemos" (Símbolo de Nicea-Constantinopla, en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. "Creo", es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: "creo", "creemos".

CEC 166-7