«La majestad asume la humildad, el poder la debilidad, la eternidad la
mortalidad; y para saldar la deuda contraída por nuestra condición pecadora, la
naturaleza invulnerable se une a la naturaleza pasible; de esta manera, como
convenía para nuestro remedio, el único y mismo mediador entre Dios y los
hombres, Cristo Jesús, hombre también él, pudo ser a la vez mortal e inmortal,
por la conjunción en él de esta doble condición. El que es Dios ver- dadero
nace como hombre verdadero, sin que falte nada a la integridad de su naturaleza
humana, nos referimos a la que fue plasmada en nosotros por el Creador, y que
él asume para restaurar/a. Nuestra naturaleza quedó viciada cuando el hombre se
dejó engañar por el Maligno, pero ningún vestigio de este vicio original
hallamos en la naturaleza asumida por el Salvador. El, en efecto, aunque hizo
suya nuestra debilidad, no por esto se hizo partícipe de nuestros pecados. Tomó
la condición de esclavo, pero libre de la inmundicia
del pecado, ennobleciendo nuestra humanidad sin mermar su divinidad,
porque aquel anonadamiento suyo -por el cual, él, que era invisible, se hizo
visible, y quien es el Creador y Señor de todas las cosas, quiso ser uno más
entre los mortales- fue una dignación de su misericordia, no una falta de
poder. Por lo tanto, el mismo que, permaneciendo en su condición divina, hizo
al hombre es el mismo que se hace él mismo hombre, tomando la condición de
esclavo. y, así, el Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo,
descendiendo desde el trono celestial, sin dejar la gloria que tiene junto al
Padre, siendo engendrado en un nuevo orden de cosas» (San León Magno
[c.390-461] 45° Papa de la Iglesia. De sus Cartas: el misterio de nuestra Redención).