jueves, 20 de septiembre de 2012

LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS


La respuesta del hombre a Dios (1)



Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitación es la fe.



Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26).

(1) Cf CEC 142 y 143        

Confesamos nuestra fe en un solo Dios



Confesamos nuestra fe en un solo Dios (1)

Creer solo en Dios

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

Creer en el Espíritu Santo

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: "Jesús es Señor" sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios [...] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.



(1)   Cf CEC 150-152

martes, 18 de septiembre de 2012

La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia




La Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia [1]

«Es tan grande el poder y la fuerza de la Palabra de Dios, que constituye sustento y vigor para la Iglesia, firmeza de fe para sus hijos, alimento del alma, fuente límpida y perenne de vida espiritual» (DV 21). «Los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura» (DV 22).

«La sagrada Escritura debe ser como el alma de la sagrada teología. El ministerio de la palabra, que incluye la predicación pastoral, la catequesis, toda la instrucción cristiana y, en puesto privilegiado, la homilía, recibe de la palabra de la Escritura alimento saludable y por ella da frutos de santidad» (DV 24).

La Iglesia «recomienda de modo especial e insistentemente a todos los fieles [...] la lectura asidua de las divinas Escrituras para que adquieran "la ciencia suprema de Jesucristo» (Flp 3,8), «pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo» (DV 25; cf. San Jerónimo, Commentarii in Isaiam, Prólogo: CCL 73, 1 [PL 24, 17]).


[1] CF CEC 131-133

La unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento




La unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento [1]

La Iglesia, ya en los tiempos apostólicos (cf. 1 Cor 10,6.11; Hb 10,1; 1 Pe 3,21), y después constantemente en su tradición, esclareció la unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología. Esta reconoce, en las obras de Dios en la Antigua Alianza, prefiguraciones de lo que Dios realizó en la plenitud de los tiempos en la persona de su Hijo encarnado.

Los cristianos, por tanto, leen el Antiguo Testamento a la luz de Cristo muerto y resucitado. Esta lectura tipológica manifiesta el contenido inagotable del Antiguo Testamento. Ella no debe hacer olvidar que el Antiguo Testamento conserva su valor propio de revelación que nuestro Señor mismo reafirmó (cf. Mc 12,29-31). Por otra parte, el Nuevo Testamento exige ser leído también a la luz del Antiguo. La catequesis cristiana primitiva recurrirá constantemente a él (cf. 1 Co 5,6-8; 10,1-11). Según un viejo adagio, el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo: Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet (San Agustín, Quaestiones in Heptateuchum 2,73; cf. DV 16).

La tipología significa un dinamismo que se orienta al cumplimiento del plan divino cuando «Dios sea todo en todo» (1 Co 15, 28). Así la vocación de los patriarcas y el éxodo de Egipto, por ejemplo, no pierden su valor propio en el plan de Dios por el hecho de que son al mismo tiempo etapas intermedias.




[1] Cf CEC 128-130

lunes, 17 de septiembre de 2012

El Nuevo Testamento



El Nuevo Testamento [1]

«La palabra de Dios, que es fuerza de Dios para la salvación del que cree, se encuentra y despliega su fuerza de modo privilegiado en el Nuevo Testamento» (DV 17). Estos escritos nos ofrecen la verdad definitiva de la Revelación divina. Su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y su glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo (cf. DV 20).

Los Evangelios son el corazón de todas las Escrituras «por ser el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador» (DV 18).

En la formación de los evangelios se pueden distinguir tres etapas:

1. La vida y la enseñanza de Jesús. La Iglesia mantiene firmemente que los cuatro evangelios, «cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al cielo».

2. La tradición oral. «Los apóstoles ciertamente después de la ascensión del Señor predicaron a sus oyentes lo que Él había dicho y obrado, con aquella crecida inteligencia de que ellos gozaban, instruidos y guiados por los acontecimientos gloriosos de Cristo y por la luz del Espíritu de verdad».

3. Los evangelios escritos. «Los autores sagrados escribieron los cuatro evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se transmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la situación de las Iglesias, conservando por fin la forma de proclamación, de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús» (DV 19).

El Evangelio cuadriforme ocupa en la Iglesia un lugar único; de ello dan testimonio la veneración de que lo rodea la liturgia y el atractivo incomparable que ha ejercido en todo tiempo sobre los santos:

«No hay ninguna doctrina que sea mejor, más preciosa y más espléndida que el texto del Evangelio. Ved y retened lo que nuestro Señor y Maestro, Cristo, ha enseñado mediante sus palabras y realizado mediante sus obras» (Santa Cesárea Joven, Epistula ad Richildam et Radegundem: SC 345, 480).

«Es sobre todo el Evangelio lo que me ocupa durante mis oraciones; en él encuentro todo lo que es necesario a mi pobre alma. En él descubro siempre nuevas luces, sentidos escondidos y misteriosos (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscritos autobiográficos, París 1922, p. 268).




[1] Cf CEC 124-127

domingo, 16 de septiembre de 2012

El canon de las Escrituras




El canon de las Escrituras [1]

La palabra "canon" se deriva del vocablo griego que significa "regla" o "modelo". 

La Tradición apostólica hizo discernir a la Iglesia qué escritos constituyen la lista de los Libros Santos es decir de verdadera inspiración divina, expresando la voluntad de Dios para todos los hombres (cf. DV 8,3). Esta lista integral es llamada «canon» de las Escrituras. Comprende para el Antiguo Testamento 46 escritos (45 si se cuentan Jr y Lm como uno solo), y 27 para el Nuevo (cf.Decretum Damasi: DS 179; Concilio de Florencia, año 1442: ibíd.,1334-1336; Concilio de Trento: ibíd., 1501-1504).

Para el Antiguo Testamento son:
Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, los dos libros de Samuel, los dos libros de los Reyes, los dos libros de las Crónicas, Esdras y Nehemías, Tobías, Judit, Ester, los dos libros de los Macabeos, Job, los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, la Sabiduría, el Eclesiástico, Isaías, Jeremías, las Lamentaciones, Baruc, Ezequiel, Daniel, Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás Miqueas, Nahúm , Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías.

Para el Nuevo Testamento son:
Los Evangelios de Mateo, de Marcos, de Lucas y de Juan, los Hechos de los Apóstoles, las cartas de Pablo a los Romanos, la primera y segunda a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, la primera y la segunda a los Tesalonicenses, la primera y la segunda a Timoteo, a Tito, a Filemón, la carta a los Hebreos, la carta de Santiago, la primera y la segunda de Pedro, las tres cartas de Juan, la carta de Judas y el Apocalipsis.

El Antiguo Testamento
“El fin principal de la economía del Antiguo Testamento era preparar la venida de Cristo, redentor universal”. “Contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca de la vida del hombre, encierran admirables tesoros de oración, y en ellos se esconden el misterio de nuestra salvación” (DV 15).
Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios. La Iglesia ha rechazado siempre vigorosamente la idea de prescindir del Antiguo Testamento so pretexto de que el Nuevo lo habría hecho caduco (marcionismo).

El Nuevo Testamento
“La palabra de Dios, que es fuerza de Dios para la salvación del que cree, se encuentra y despliega su fuerza de modo privilegiado en el Nuevo Testamento” (DV 17). Estos escritos nos ofrecen la verdad definitiva de la Revelación divina. Su objeto central es Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus obras, sus enseñanzas, su pasión y su glorificación, así como los comienzos de su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo (cf. DV 20).




[1] Cf CEC 120-124