DOMINGO DE RAMOS “DE
LA PASIÓN DEL SEÑOR”
Ciclo A 13 de abril
2014
Primera lectura
Monición.- Isaías
en la primera lectura nos presenta las palabras de un discípulo que está
dispuesto a soportar cualquier clase de injurias en favor del bien, pues sabe
que Yahvé nunca lo abandona
Del libro del profeta
Isaías: 50, 4-7
En aquel entonces, dijo Isaías: "El Señor me ha dado
una lengua experta, para que pueda confortar al abatido con palabras de
aliento.
Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que
escuche yo, como discípulo. El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras y yo no
he opuesto resistencia ni me he echado para atrás. Ofrecí la espalda a los que
me golpeaban, la mejilla a los que me tiraban de la barba. No aparté mi rostro
de los insultos y salivazos.
Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido, por
eso endurecí mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado". Palabra
de Dios. Te alabamos, Señor.
Salmo responsorial
Del salmo 21
R/. Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?
Todos los que me ven, de mí se burlan; me hacen gestos y
dicen: "Confiaba en el Señor, pues que Él lo salve; si de veras lo ama,
que lo libre". R/.
Los malvados me cercan por doquiera como rabiosos perros.
Mis manos y mis pies han taladrado y se pueden contar todos mis huesos. R/.
Reparten entre sí mis vestiduras y se juegan mi túnica a los
dados. Señor, auxilio mío, ven y ayúdame, no te quedes de mí tan alejado. R/.
A mis hermanos contaré tu gloria y en la asamblea alabaré tu
nombre. Que alaben al Señor los que lo temen. Que el pueblo de Israel siempre
lo adore. R/.
Segunda lectura
Monición.- San
Pablo nos presenta la manera en que Jesús cumplió su misión: mediante el
anonadamiento, la obediencia y la entrega total en la cruz. Por eso Dios lo
exaltó.
De la carta del
apóstol san Pablo a los filipenses: 2, 6-11
Cristo Jesús, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse
a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se
anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los
hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó
incluso la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el
nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen
la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y todos reconozcan
públicamente que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. Palabra de
Dios. Te alabamos, Señor.
Aclamación antes del
Evangelio
Aclamación (Flp 2, 8-9)
R/. Honor y gloria a
ti, Señor Jesús.
Cristo se humilló por nosotros y por obediencia aceptó
incluso la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todas las
cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. R/.
PASIÓN DE NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO SEGÚN SAN MATEO (26, 14-27, 66)
En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote,
fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: "¿Cuánto me dan si les
entrego a Jesús?" Ellos quedaron en darle treinta monedas de plata. Y
desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregárselo.
El primer día de la fiesta de los panes Ázimos, los
discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: "¿Dónde quieres que te
preparemos la cena de Pascua?". El respondió: "Vayan a la ciudad, a
casa de fulano y díganle: 'El Maestro dice: Mi hora está ya cerca. Voy a
celebrar la Pascua con mis discípulos en tu casa' ". Ellos hicieron lo que
Jesús les había ordenado y prepararon la cena de Pascua.
Al atardecer, se sentó a la mesa con los Doce, y mientras
cenaban, les dijo: "Yo les aseguro que uno de ustedes va a
entregarme". Ellos se pusieron muy tristes y comenzaron a preguntarle uno
por uno: "¿Acaso soy yo, Señor?" Él respondió: "El que moja su
pan en el mismo plato que yo, ése va a entregarme. Porque el Hijo del hombre va
a morir, como está escrito de él; pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del
hombre va a ser entregado! Más le valiera a ese hombre no haber nacido".
Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar: "¿Acaso soy yo,
Maestro?" Jesús le respondió: "Tú lo has dicho".
Durante la cena, Jesús tomó un pan, y pronunciada la
bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen y coman.
Este es mi Cuerpo". Luego tomó en sus manos una copa de vino, y
pronunciada la acción de gracias, la pasó a sus discípulos, diciendo:
"Beban todos de ella, porque ésta es mi Sangre, Sangre de la nueva
alianza, que será derramada por todos, para el perdón de los pecados. Les digo
que ya no beberé más del fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes
el vino nuevo en el Reino de mi Padre".
Después de haber cantado el himno, salieron hacia el monte
de los Olivos. Entonces Jesús les dijo: "Todos ustedes se van a
escandalizar de mí esta noche, porque está escrito: Heriré al pastor y se
dispersarán las ovejas del rebaño. Pero después de que yo resucite, iré delante
de ustedes a Galilea". Entonces Pedro le replicó: "Aunque todos se
escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré". Jesús le dijo: "Yo te
aseguro que esta misma noche, antes de que el gallo cante, me habrás negado
tres veces". Pedro le replicó: "Aunque tenga que morir contigo, no te
negaré". Y lo mismo dijeron todos los discípulos.
Entonces Jesús fue con ellos a un lugar llamado Getsemaní y
dijo a los discípulos: "Quédense aquí mientras yo voy a orar más
allá". Se llevó consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo y comenzó a
sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: "Mi alma está llena de una
tristeza mortal. Quédense aquí y velen conmigo". Avanzó unos pasos más, se
postró rostro en tierra y comenzó a orar, diciendo: "Padre mío, si es
posible, que pase de mí este cáliz; pero que no se haga como yo quiero, sino
como quieres tú". Volvió entonces a donde estaban los discípulos y los
encontró dormidos. Dijo a Pedro: "¿No han podido velar conmigo ni una
hora? Velen y oren, para no caer en la tentación, porque el espíritu está
pronto, pero la carne es débil". Y alejándose de nuevo, se puso a orar,
diciendo: "Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba,
hágase tu voluntad". Después volvió y encontró a sus discípulos otra vez
dormidos, porque tenían los ojos cargados de sueño. Los dejó y se fue a orar de
nuevo, por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Después de esto, volvió
a donde estaban los discípulos y les dijo: "Duerman ya y descansen. He
aquí que llega la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los
pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya está aquí el que me va a entregar".
Todavía estaba hablando Jesús, cuando llegó Judas, uno de
los Doce, seguido de una chusma numerosa con espadas y palos, enviada por los
sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El que lo iba a entregar les había
dado esta señal: "Aquel a quien yo le dé un beso, ése es.
Aprehéndanlo". Al instante se acercó a Jesús y le dijo: "¡Buenas
noches, Maestro!" Y lo besó. Jesús le dijo: "Amigo, ¿es esto a lo que
has venido?" Entonces se acercaron a Jesús, le echaron mano y lo
apresaron.
Uno de los que estaban con Jesús, sacó la espada, hirió a un
criado del sumo sacerdote y le cortó una oreja. Le dijo entonces Jesús:
"Vuelve la espada a su lugar, pues quien usa la espada, a espada morirá.
¿No crees que si yo se lo pidiera a mi Padre, Él pondría ahora mismo a mi
disposición más de doce legiones de ángeles? Pero, ¿cómo se cumplirían entonces
las Escrituras, que dicen que así debe suceder?" Enseguida dijo Jesús a
aquella chusma: "¿Han salido ustedes a apresarme como a un bandido, con
espadas y palos? Todos los días yo enseñaba, sentado en el templo, y no me
aprehendieron. Pero todo esto ha sucedido para que se cumplieran las predicciones
de los profetas". Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.
Los que aprehendieron a Jesús lo llevaron a la casa del sumo
sacerdote Caifás, donde los escribas y los ancianos estaban reunidos. Pedro los
fue siguiendo de lejos hasta el palacio del sumo sacerdote. Entró y se sentó
con los criados para ver en qué paraba aquello.
Los sumos sacerdotes y todo el sanedrín andaban buscando un
falso testimonio contra Jesús, con ánimo de darle muerte; pero no lo
encontraron, aunque se presentaron muchos testigos falsos. Al fin llegaron dos,
que dijeron: "Éste dijo: 'Puedo derribar el templo de Dios y reconstruirlo
en tres días”. Entonces el sumo sacerdote se levantó y le dijo: "¿No
respondes nada a lo que éstos atestiguan en contra tuya?" Como Jesús
callaba, el sumo sacerdote le dijo: "Te conjuro por el Dios vivo a que nos
digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios". Jesús le respondió: "Tú
lo has dicho. Además, yo les declaro que pronto verán al Hijo del hombre,
sentado a la derecha de Dios, venir sobre las nubes del cielo".
Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras y exclamó:
"¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes mismos han
oído la blasfemia. ¿Qué les parece?" Ellos respondieron: "Es reo de
muerte". Luego comenzaron a escupirle en la cara y a darle de bofetadas.
Otros lo golpeaban, diciendo: "Adivina quién es el que te ha pegado".
Entretanto, Pedro estaba fuera, sentado en el patio. Una
criada se le acercó y le dijo: "Tú también estabas con Jesús, el
galileo". Pero él lo negó ante todos, diciendo: "No sé de qué me
estás hablando". Ya se iba hacia el zaguán, cuando lo vio otra criada y
dijo a los que estaban ahí: "También ése andaba con Jesús, el
nazareno". Él de nuevo lo negó con juramento: "No conozco a ese
hombre". Poco después se acercaron a Pedro los que estaban ahí y le
dijeron: "No cabe duda de que tú también eres de ellos, pues hasta tu modo
de hablar te delata". Entonces él comenzó a echar maldiciones y a jurar
que no conocía a aquel hombre. Y en aquel momento cantó el gallo. Entonces se
acordó Pedro de que Jesús había dicho: 'Antes de que cante el gallo, me habrás
negado tres veces'. Y saliendo de ahí se soltó a llorar amargamente.
Llegada la mañana, todos los sumos sacerdotes y los ancianos
del pueblo celebraron consejo contra Jesús para darle muerte. Después de
atarlo, lo llevaron ante el procurador, Poncio Pilato, y se lo entregaron.
Entonces Judas, el que lo había entregado, viendo que Jesús
había sido condenado a muerte, devolvió arrepentido las treinta monedas de
plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, diciendo: "Pequé,
entregando la sangre de un inocente". Ellos dijeron: "¿Y a nosotros
qué nos importa? Allá tú". Entonces Judas arrojó las monedas de plata en
el templo, se fue y se ahorcó.
Los sumos sacerdotes tomaron las monedas de plata y dijeron:
"No es lícito juntarlas con el dinero de las limosnas, porque son precio
de sangre". Después de deliberar, compraron con ellas el Campo del
alfarero, para sepultar ahí a los extranjeros. Por eso aquel campo se llama
hasta el día de hoy "Campo de sangre". Así se cumplió lo que dijo el
profeta Jeremías: Tomaron las treinta monedas de plata en que fue tasado aquel
a quien pusieron precio algunos hijos de Israel, y las dieron por el Campo del
alfarero, según lo que me ordenó el Señor
Jesús compareció ante el procurador, Poncio Pilato, quien le
preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?" Jesús respondió: "Tú
lo has dicho". Pero nada respondió a las acusaciones que le hacían los
sumos sacerdotes y los ancianos. Entonces le dijo Pilato: "¿No oyes todo
lo que dicen contra ti?" Pero El nada respondió, hasta el punto de que el
procurador se quedó muy extrañado. Con ocasión de la fiesta de la Pascua, el
procurador solía conceder a la multitud la libertad del preso que quisieran.
Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Dijo, pues, Pilato a los ahí
reunidos: "¿A quién quieren que les deje en libertad: a Barrabás o a
Jesús, que se dice el Mesías?" Pilato sabía que se lo habían entregado por
envidia.
Estando él sentado en el tribunal, su mujer mandó decirle:
"No te metas con ese hombre justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños
por su causa".
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos
convencieron a la muchedumbre de que pidieran la libertad de Barrabás y la
muerte de Jesús. Así, cuando el procurador les preguntó: "¿A cuál de los
dos quieren que les suelte?", ellos respondieron: "A Barrabás".
Pilato les dijo: "¿Y qué voy a hacer con Jesús, que se dice el
Mesías?" Respondieron todos: "Crucifícalo". Pilato preguntó:
"Pero, ¿qué e mal ha hecho?" Mas ellos seguían gritando cada vez con
más fuerza: "¡Crucifícalo!" Entonces Pilato, viendo que nada
conseguía y que crecía el tumulto, pidió agua y se lavó las manos ante el
pueblo, diciendo: "Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre
justo. Allá ustedes". Todo el pueblo respondió: "¡Que su sangre caiga
sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" Entonces Pilato puso en libertad a
Barrabás. En cambio a Jesús lo hizo azotar y lo entregó para que lo
crucificaran.
Los soldados del procurador llevaron a Jesús al pretorio y
reunieron alrededor de Él a todo el batallón. Lo desnudaron, le echaron encima
un manto de púrpura, trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la
cabeza; le pusieron una caña en su mano derecha y, arrodillándose ante Él, se
burlaban diciendo: "¡Viva el rey de los judíos!", y le escupían.
Luego, quitándole la caña, lo golpeaban con ella en la cabeza. Después de que
se burlaron de Él, le quitaron el manto, le pusieron sus ropas y lo llevaron a
crucificar.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón,
y lo obligaron a llevar la cruz. Al llegar a un lugar llamado Gólgota, es
decir, "Lugar de la Calavera", le dieron a beber a Jesús vino
mezclado con hiel; Él lo probó, pero no lo quiso beber. Los que lo crucificaron
se repartieron sus vestidos, echando suertes, y se quedaron sentados ahí para
custodiarlo. Sobre su cabeza pusieron por escrito la causa de su condena: 'Éste
es Jesús, el rey de los judíos'. Juntamente con Él, crucificaron a dos
ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
Los que pasaban por ahí lo insultaban moviendo la cabeza y
gritándole: "Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reedificas,
sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz". También se
burlaban de Él los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, diciendo:
"Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. Si es el rey de
Israel, que baje de la cruz y creeremos en Él. Ha puesto su confianza en Dios,
que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama, pues Él ha dicho: 'Soy el
Hijo de Dios' ". Hasta los ladrones que estaban crucificados a su lado lo
injuriaban.
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, se oscureció
toda aquella tierra. Y alrededor de las tres, Jesús exclamó con fuerte voz:
"Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?", que quiere decir: "Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?" Algunos de los presentes, al oírlo,
decían: "Está llamando a Elías".
Enseguida uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la
empapó en vinagre y sujetándola a una caña, le ofreció de beber. Pero los otros
le dijeron: "Déjalo. Vamos a ver si viene Elías a salvarlo". Entonces
Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró.
Entonces el velo del templo se rasgó en dos partes, de
arriba a abajo, la tierra tembló y las rocas se partieron. Se abrieron los
sepulcros y resucitaron muchos justos que habían muerto, y después de la
resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a mucha
gente. Por su parte, el oficial y los que estaban con él custodiando a Jesús,
al ver el terremoto y las cosas que ocurrían, se llenaron de un gran temor y
dijeron: "Verdaderamente éste era Hijo de Dios".
Estaban también allí, mirando desde lejos, muchas de las
mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo. Entre ellas
estaban María Magdalena, María, la madre de Santiago y de José, y la madre de
los hijos de Zebedeo.
Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José,
que se había hecho también discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y le pidió
el cuerpo de Jesús, y Pilato dio orden de que se lo entregaran. José tomó el
cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en un sepulcro nuevo,
que había hecho excavar en la roca para sí mismo. Hizo rodar una gran piedra
hasta la entrada del sepulcro y se retiró. Estaban ahí María Magdalena y la
otra María, sentadas frente al sepulcro.
Al otro día, el siguiente de la preparación de la Pascua,
los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato y le dijeron:
"Señor, nos hemos acordado de que ese impostor, estando aún en vida, dijo:
'A los tres días resucitaré'. Manda, pues, asegurar el sepulcro hasta el tercer
día; no sea que vengan sus discípulos, lo roben y digan luego al pueblo:
'Resucitó de entre los muertos', porque esta última impostura sería peor que la
primera". Pilato les dijo: "Tomen un pelotón de soldados, vayan y
aseguren el sepulcro como ustedes quieran". Ellos fueron y aseguraron el
sepulcro, poniendo un sello sobre la puerta y dejaron ahí la guardia.
O bien: Forma breve
PASIÓN DE NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO SEGÚN SAN MATEO: (27, 11-54)
Jesús compareció ante el procurador, Poncio Pilato, quien le
preguntó: "¿Eres tú el rey de los judíos?" Jesús respondió: "Tú
lo has dicho". Pero nada respondió a las acusaciones que le hacían los
sumos sacerdotes y los ancianos. Entonces le dijo Pilato: "¿No oyes todo
lo que dicen contra ti?" Pero El nada respondió, hasta el punto de que el
procurador se quedó muy extrañado. Con ocasión de la fiesta de la Pascua, el
procurador solía conceder a la multitud la libertad del preso que quisieran.
Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Dijo, pues, Pilato a los ahí
reunidos: "¿A quién quieren que les deje en libertad: a Barrabás o a
Jesús, que se dice el Mesías?" Pilato sabía que se lo habían entregado por
envidia.
Estando él sentado en el tribunal, su mujer mandó decirle:
"No te metas con ese hombre justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños
por su causa".
Mientras tanto, los sumos sacerdotes y los ancianos
convencieron a la muchedumbre de que pidieran la libertad de Barrabás y la
muerte de Jesús. Así, cuando el procurador les preguntó: "¿A cuál de los
dos quieren que les suelte?", ellos respondieron: "A Barrabás".
Pilato les dijo: "¿Y qué voy a hacer con Jesús, que se dice el
Mesías?" Respondieron todos: "Crucifícalo". Pilato preguntó:
"Pero, ¿qué mal ha hecho?" Mas ellos seguían gritando cada vez con
más fuerza: "¡Crucifícalo!" Entonces Pilato, viendo que nada
conseguía y que crecía el tumulto, pidió agua y se lavó las manos ante el
pueblo, diciendo: "Yo no me hago responsable de la muerte de este hombre
justo. Allá ustedes". Todo el pueblo respondió: "¡Que su sangre caiga
sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" Entonces Pilato puso en libertad a
Barrabás. En cambio a Jesús lo hizo azotar y lo entregó para que lo
crucificaran.
Los soldados del procurador llevaron a Jesús al pre- torio y
reunieron alrededor de Él a todo el batallón. Lo desnudaron, le echaron encima
un manto de púrpura, trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la
cabeza; le pusieron una caña en su mano derecha, y arrodillándose ante él, se
burlaban diciendo: "¡Viva el rey de los judíos!", y le escupían.
Luego, quitándole la caña, lo golpeaban c ella en la cabeza. Después de que se
burlaron de Él, quitaron el manto, le pusieron sus ropas y lo llevaron a crucificar.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llama Simón, y
lo obligaron a llevar la cruz. Al llegar a un lugar llamado Gólgota, es decir,
"Lugar de la Calavera", le diera beber a Jesús vino mezclado con
hiel; Él lo probó, pe no lo quiso beber. Los que lo crucificaron se repartieron
sus vestidos, echando suertes, y se quedaron sentados a para custodiarlo. Sobre
su cabeza pusieron por escrito causa de su condena: 'Éste es Jesús, el rey de
los judíos'. Juntamente con Él, crucificaron a dos ladrones, uno a s derecha y
el otro a su izquierda.
Los que pasaban por ahí lo insultaban moviendo cabeza y
gritándole: "Tú, que destruyes el templo y e tres días lo reedificas,
sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz". También se
burlaban de Él los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, diciendo
"Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. Si es el rey de
Israel, que baje de la cruz y creeremos en Él. Ha puesto su confianza en Dios,
que Dios lo salve ahora, si es que de verdad lo ama, pues Él ha dicho: 'Soy el
Hijo de Dios'". Hasta los ladrones que estaban crucificados a su lado lo
injuriaban.
Desde el mediodía hasta las tres de la tarde, se oscureció
toda aquella tierra. Y alrededor de las tres, Jesús exclamó con fuerte voz:
"Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?", que quiere decir: "Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?" Algunos de los presentes, al oírlo,
decían: "Está llamando a Elías".
Enseguida uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la
empapó en vinagre y sujetándola a una caña, le ofreció de beber. Pero los otros
le dijeron: "Déjalo. Vamos a ver si viene Elías a salvarlo". Entonces
Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró.
Entonces el velo del templo se rasgó en dos partes, de
arriba a abajo, la tierra tembló y las rocas se partieron. Se abrieron los
sepulcros y resucitaron muchos justos que habían muerto, y después de la
resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a mucha
gente. Por su parte, el oficial y los que estaban con él custodiando a Jesús,
al ver el terremoto y las cosas que ocurrían, se llenaron de un gran temor y
dijeron: "Verdaderamente éste era Hijo de Dios".
Comentario
José María Vegas, cmf
La victoria de la
Cruz
El Domingo de Ramos, la puerta de entrada en la Semana
Santa, reúne dos motivos en apariencia contradictorios: por un lado, la entrada
triunfal de Jesús en Jerusalén; por el otro, el fracaso de su trágica muerte en
la cruz. El triunfo y la derrota. Mejor sería decir, el triunfo aparente, y la
derrota real y sin paliativos. Podemos preguntarnos por qué la liturgia reúne
estos dos motivos, que, pese a su cercanía temporal, no coinciden del todo.
¿Por qué anticipar al Domingo de Ramos lo que sucederá el Viernes Santo? ¿Para
qué empañar este momento de gloria, aunque efímero, bajo la sombra del fracaso
de la cruz? De hecho, hasta el enunciado de la solemnidad puede parecer
engañoso: Domingo de Ramos, decimos, pero lo cierto es que la lectura de este episodio
ocupa un lugar casi marginal en la celebración litúrgica, en la que todo el
protagonismo se lo lleva la lectura dramatizada de la pasión.
La liturgia concentra en sí la experiencia cristiana de
siglos, y está penetrada de una lógica profunda, que podemos ir descubriendo y
comprendiendo precisamente en la pedagogía de la repetición cíclica. No se
trata de una mera compresión teórica, sino vital: la liturgia nos va
introduciendo en el misterio mismo de Cristo, ayudándonos a hacerlo parte de
nuestra vida, a “entrar” literalmente en él, a hacernos coprotagonistas de esta
historia en el mismo sentido en que lo fueron quienes acompañaban a Jesús en
los relatos evangélicos, con sus mismas esperanzas, alegrías y tristezas,
también con sus mismas tentaciones y confusiones.
¿Qué significa, pues, esta entrada triunfal en Jerusalén,
desde el punto de vista de nuestra fe en Cristo? En ella podemos descubrir dos
significados contrapuestos, uno muy comprensible y humano, pero que se acaba
revelando falso; el segundo, muy difícil de asumir humanamente, pero que es el
que conduce a la salvación, y que la liturgia y la Palabra hoy nos invitan a
aceptar.
El primero es el deseo, tan humano, tan presente en todos
nosotros, de que Cristo venza en su lucha contra las fuerzas del mal con un
triunfo “de tejas abajo”, similar al de los vencedores de este mundo, al de las
victorias bélicas, de las conquistas políticas, de los éxitos sociales o
económicos. Se trata de un género de victoria que implica la derrota de los que
se oponen a lo que Jesús predica y representa, que va conquistando terreno,
relevancia, poder. Si la causa de Jesús es la causa de Dios, del Bien (del
Amor, la Justicia, la Paz…), ¿cómo no desear ese triunfo real, como triunfan
ciertas naciones, grupos, ideologías?
Pero la historia atestigua lo efímeras que son estas
victorias: los imperios acaban cayendo y siendo sustituidos por otros, las
ideologías envejecen rápidamente y se suceden sin solución de continuidad, las
cosas que parecen más sólidas y estables (instituciones, ideas, sistemas
culturales, etc.) acaban cediendo y sucumbiendo ante el inexorable desgaste del
tiempo. Incluso la Iglesia, si la miramos como estructura puramente humana,
conoce momentos de esplendor y de decadencia, de expansión y de retirada: también
sus “victorias de tejas abajo” acaban resultando pasajeras. Nuestro tiempo está
siendo generoso en ejemplos del carácter efímero de estos triunfos. Hemos visto
por televisión caer imperios, y los que ahora parecen más fuertes ya sienten el
aliento amenazador de otros emergentes, no sabemos si para bien o para mal.
Muchos están convencidos de que la crisis de la fe y la pérdida de influencia y
poder de la Iglesia en numerosos países es el principio de un fin sin vuelta
atrás. Hay quien lo celebra con júbilo; otros (creyentes débiles) lo miran con
temor y pesimismo; o con proyectos de “reconquista” de diverso signo (de
restauración o revolucionarios, conservadores o progresistas, según la roma
terminología al uso). Pero todo esto es, en definitiva, consecuencia de una
mala comprensión de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la que, casi
seguro, animaba a los propios discípulos de Cristo, pues creían próxima su
coronación como Rey. Una mala compresión en la que nosotros seguimos cayendo
cuando buscamos sobre todo relevancia social y poder para conformar la sociedad
según nuestros valores.
Pero el triunfo de Jesús, anticipado en su entrada triunfal
en Jerusalén, la ciudad Santa, morada de Dios (cf. Sal 86), es de otro tipo,
que poco tiene que ver con las victorias militares, políticas o sociales. Y
esto es lo que explica que, tras el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén,
al inicio de la celebración, sea el relato de la Pasión el que ocupe el lugar
central, porque es éste el que revela la verdad de su victoria. Éste no ha
triunfado cuando ha entrado en la Jerusalén terrestre entre las aclamaciones de
sus discípulos, sino justamente en la derrota humana de su muerte en la cruz,
el trono de este extraño rey, el altar de este sacerdote, que es al mismo
tiempo víctima. Por eso no podemos leer el relato de la entrada en Jerusalén
más que sobre el trasfondo de su pasión y muerte.
No se trata simplemente de un trágico destino: el fracaso,
uno más, de lo que no pasó de ser un bello sueño. Si fuera así sólo (es decir,
sólo “de tejas abajo”), ¿en qué sentido podríamos hablar de triunfo? ¿No sería
esto una sarcástica burla? Pero es que la muerte de Jesús es también fruto de
una elección. Desde el comienzo de su ministerio, cuando sintió la voz del
tentador en el desierto, Jesús ha rechazado expresamente el camino de los
triunfos mundanos. Esa tentación diabólica y, al tiempo, tan humana, de usar su
poder y autoridad para sacar partido, sorprender, imponerse, someter a los que
se le oponen, destruir a sus enemigos. ¿Por qué no? “Si eres Hijo de Dios…
significa que puedes, usa tu poder”. Esa era la tentación que sintieron también
sus discípulos en tantos momentos: la del poder o la violencia (cf. Mt 20,
28-21; Mc 9, 33-34; Lc 9, 51-55); la que sentimos nosotros cuando pensamos en
planes de expansión de la Iglesia que no tienen el sello del espíritu
evangélico. Así le tentaron también los que le insultaban: “si eres Hijo de
Dios, baja de la cruz”. También nosotros deseamos a veces que, ya que es Hijo
de Dios, baje de la cruz y les dé su merecido. ¿Pero a quién, y de qué manera?
Pero Jesús, porque es el Hijo de Dios, ha vencido esa
tentación en todas sus formas: ha renunciado a vencer sobre sus enemigos, sean
individuos, pueblos, grupos sociales o religiosos, porque ha querido vencer
sobre la raíz que da lugar a todas las enemistades. No lucha contra judíos o
romanos, sino contra lo que provoca que judíos y romanos sean enemigos (y aquí,
que cada uno haga su lista). Como dice la carta a los Efesios: “nuestra lucha
no es contra adversarios de carne y hueso, sino contra los Principados, contra
las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra el
Espíritu del Mal que está en las alturas” (Ef 6, 12).
Jesús lucha contra el pecado que anida en el corazón del
hombre, y sólo puede hacerlo por medio del bien, la virtud y el amor, que le
lleva a la entrega total de la propia vida. Por eso, su muerte, una derrota
vista humanamente, se convierte en una victoria, precisamente porque él es el
Hijo de Dios: por serlo ni se aprovecha de su poder, ni destruye a sus
enemigos, ni baja de la cruz, sino que atraviesa libremente la cortina de la
muerte, de esa muerte que no es un mero episodio biológico, sino fruto del
pecado: la negación de la vida, del bien y la verdad, la justicia y el amor. Es
la muerte en Cruz su verdadero triunfo, porque por ella ha penetrado en un
santuario no fabricado por mano de hombre, y no con sangre de novillos, menos
aún con la sangre de sus enemigos, sino con su propia sangre (cf. Heb 9,
11-14). La verdadera entrada triunfal de Jesús es la que ha hecho, por la
puerta de la Cruz, en la Jerusalén celestial, “en la que ya no habrá muerte, ni
llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el viejo mundo ha pasado” (Ap 21, 4), ese
viejo mundo hecho de guerras, desigualdades y enemistades, y victorias que son
derrotas porque destruyen al semejante, en el que las víctimas se reivindican
frecuentemente convirtiéndose en verdugos de nuevas víctimas.
Con su muerte en Cruz, Jesús ha abierto para nosotros un
horizonte nuevo, para que podamos ver más allá de “tejas abajo”; es más, nos ha
abierto el camino a ese santuario no construido por mano de hombre, nos ha dado
acceso, en su misma persona, a la Jerusalén celestial. Dicho con otras
palabras, nos ha dado la posibilidad de vivir ya en este viejo mundo según las
leyes del nuevo (la ley del amor), de vencer al mal sólo a fuerza de bien,
aunque eso conlleve a veces aparentes derrotas, incluso muertes, que son
victorias, como considera la Iglesia el testimonio martirial.
La liturgia de hoy, por medio del contraste de los dos
evangelios leídos, nos invita sabiamente a acoger con júbilo al Cristo que
viene a nosotros, pero no como un rey poderoso que, al mando de sus ejércitos,
infunde temor por su capacidad destructiva, sino como un rey humilde y
pacífico, montado sobre un pollino. Nos invita a acoger y aceptar el camino que
Jesús, Mesías e Hijo de David, ha elegido para su definitiva victoria: el
camino del amor, del perdón, de la entrega de la propia vida, el camino de la Cruz.
Nos invita, además, a no dejarnos seducir por victorias engañosas basadas en la
fuerza o el éxito social, pero también a no dejarnos abatir por aparentes
derrotas que parecen amenazar el futuro de la fe y de la Iglesia, pues “si Dios
está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros” (Rm 8, 31); nos invita, en
suma, a hacer nuestros los mismos sentimientos de Cristo, que “no hizo alarde
de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la
condición de esclavo, … hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de
cruz” (Flp 2, 5-8); a “revestirnos de las armas de Dios, para poder resistir
las asechanzas del diablo, para resistir en los momentos adversos y superar
todas las dificultades sin ceder terreno” (Ef 6, 11. 13).
Y, ¿qué otra cosa significa esto, sino confesar, como el
centurión ante el Cristo muerto en la Cruz, que éste, realmente, es el Hijo de
Dios?
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