«Habiendo ellos respondido a su pregunta: ¿De quién
es esta imagen?, que era la del César, Él les dijo: Dad pues al César lo que es
del César... Lo cual en realidad no es dar sino devolver, como lo demostraban
la imagen y la inscripción de tal moneda. Mas para que no objetaran que así los
sujetaba a los hombres, añadió: Y lo que es de Dios, a Dios. Porque cosa lícita
es dar a los hombres lo que a los hombres pertenece y dar a Dios lo que de
parte de los hombres se le debe. Por lo cual dijo Pablo: Pagad a todos las
deudas: A quien contribución, contribución; a quien, impuesto, impuesto; a
quien respeto, respeto; a quien honor, honor. Pero tú, cuando oyes: Dad al
César lo que es del César, entiéndelo únicamente de las cosas que no dañan a la
piedad, porque si dañan, ya no son tributo del César sino impuestos del diablo.
Cuando eso oyeron, contra su voluntad callaron y se admiraron de su sabiduría.
De modo que, en consecuencia, lo conveniente era creer, quedar estupefactos.
Pues al revelar los secretos del corazón de ellos, les daba una demostración de
su divinidad y suavemente les cerraba la boca. Y ¿qué? ¿Acaso creyeron? De ninguna
manera. Porque dice el evangelista: Y dejándolo, se fueron. Pero después de
ellos se acercaron los saduceos. ¡Oh locura! Tras de haberse visto obligados a
callar los otros, ahora se acercan éstos y acometen al Maestro, cuando convenía
que se llegaran a Él con cierto temor. Pero así es la audacia: impudente,
petulante, atrevida para intentar aun lo imposible. Por eso el evangelista,
estupefacto ante tal arrogancia, lo significó diciendo: En aquel día se le
acercaron. En aquel día. ¿En cuál? En el mismo en que reprimió la maldad de
ellos y los cubrió de vergüenza» (San Juan Crisóstomo [e. 347 -407]. Evangelio
de san Mateo. Homilía 70).
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