«El género humano, que había derivado hacia el culto a los ídolos había
emigrado a un país lejano. ¿Qué más lejano de aquel que te hizo, que la hechura
que tú mismo te hiciste? Así, pues, el hijo menor emigró a un país lejano,
llevando consigo toda su fortuna y -según nos informa el Evangelio- la derrochó
viviendo perdidamente. Y empezando a pasar necesidad, fue y se ajustó con un
hombre principal de aquella región, quien lo mandó a guardar cerdos. (...).
Después de tanto trabajo, estrechez, tribulación y necesidad, se acordó de su
padre, y decidió volver a casa. Se dijo: Me pondré en camino adonde está mi
padre. Reconoce ahora su voz que dice; me conoces cuando me siento o me
levanto. Me senté en la indigencia, me levanté por el deseo de tu pan. De lejos
penetras mis pensamientos. Por eso dice el Señor en el evangelio que el padre
echó a correr al encuentro del hijo que regresaba. Realmente, como de lejos
había penetrado sus pensamientos, distingues mi camino y mi descanso. Mi
camino, dice. ¿Cuál, sino el malo, el que él había recorrido, apartándose del
padre, como si pudiera ocultarse a los ojos del vengador, o como si hubiera
podido ser humillado por aquella extrema necesidad o ser ajustado para guardar
cerdos, sin la voluntad del padre que quería flagelarlo lejano, para recibirlo
cercano? Así pues, como un fugitivo capturado, perseguido por la legítima
venganza de Dios, que nos castiga en nuestros afectos, por cualquier sitio que
vayamos y en cualquier lugar adonde hubiéramos llegado; como un fugitivo capturado
-repito- dice: Distingues mi camino y mi descanso. ¿Qué significa mi camino? Aquel
por el que anduve. ¿Qué significa mi descanso? El término de mi peregrinación.
Distingues mi camino y mi descanso. Aquella mi meta lejana no era lejana a tus
ojos: me alejé mucho, y tú estabas aquí. Distingues mi camino y mi descanso»
(San Agustín [453-430]. Comentario sobre el Salmo 138).
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