«¡Oh don preciosísimo de la cruz! ¡Que aspecto tiene más esplendoroso!
No contiene, como el árbol del paraíso, el bien y el mal entremezclados, sino
que en él todo es hermoso y atractivo, tanto para la vista como para el
paladar. Es un árbol que engendra la vida, sin ocasionar la muerte; que ilumina
sin producir sombras; que introduce en el paraíso, sin expulsar a nadie de él;
es el madero al que Cristo subió, como rey que monta en su cuadriga, para
derrotar al diablo que detentaba el poder de la muerte, y librar al género
humano de la esclavitud a que la tenía sometido el diablo. Este madero, en el
que el Señor, como valiente luchador en el combate, fue herido en sus divinas
manos, pies y costado, curó las huellas del pecado y las heridas que el
pernicioso dragón había infligido a nuestra naturaleza. Si al principio un
madero nos trajo la muerte, ahora otro madero nos da la vida: allá fuimos
seducidos por el árbol; ahora por el árbol ahuyentamos la antigua serpiente.
Nuevos e inesperados cambios: en lugar de la muerte alcanzamos la vida; en
lugar de la corrupción, la incorrupción; en lugar del deshonor la gloria. No le
faltaba, pues, razón al Apóstol para exclamar: Dios me libre de gloriarme si no
es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado
para mí, y yo para el mundo. Pues aquella suprema sabiduría, que, por así
decir, floreció en la cruz, puso de manifiesto la jactancia y la arrogante
estupidez de la sabiduría mundana. El conjunto maravilloso de bienes que
provienen de la cruz acabaron con los gérmenes de la malicia y del pecado» (San
Teodoro de Studion [758-826]. Sermón sobre la adoración de la Cruz).
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