Por Jesús de
las Heras Muela
Revista
Ecclesia
Sobre el origen del adviento es preciso remontarse al siglo IV. “El
Concilio de Zaragoza (año 380) habla de un tiempo preparatorio a la navidad,
que comprende desde el 17 de diciembre, es decir, ocho días antes de la gran
fiesta del nacimiento de Jesús, y obliga a los cristianos a asistir todos los
días a las reuniones eclesiales hasta en día 6 de enero.
En Francia, San Gregorio de Tours, menciona un período de ayuno a
celebrar a partir del 11 de diciembre, lo que confirió al adviento un carácter
marcadamente penitencial… Nos consta en la Iglesia de Roma en el siglo IV una gran
celebración de la fiesta de la navidad… Progresivamente, según se va
enriqueciendo de contenido teológico el memorial de la <nativitas
domini>, así se va diseñando el adviento como una auténtica liturgia.
San León magno, Obispo de Roma en el siglo V, piensa el misterio de la
navidad como una preparación para la pascua: el pesebre es premonición de la
cruz y la llegada del Mesías asumiendo la humanidad es evocación de la segunda
venida del Señor, revestido de poder y gloria.
De ahí que, con el paso del tiempo, el adviento en Roma revistiera esa
doble perspectiva y que se mantiene hasta el día de hoy: celebración de la
parusía del Señor que ha de venir y también celebración de aquel misterio de
Cristo, su salvífica encarnación, que culmina en el misterio pascual, realizado
por la muerte y resurrección del Señor. Así, pues, adviento que en cuanto
vocablo pagano no significa más que venida o llegada, o aniversario de una
venida, asume un nuevo valor semántico: el de espera y el de preparación”.
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