«El Hijo de Dios hace su entrada en la bajeza de este mundo,
descendiendo desde el trono celestial,
sin dejar la gloria que tiene junto al Padre, siendo engendrado en un
nuevo orden de cosas. En un nuevo orden de cosas, porque el que era invisible
por su naturaleza se hace visible en la nuestra, el que era inaccesible a
nuestra mente quiso hacerse accesible, el que existía antes del tiempo empezó a
existir en el tiempo, el Señor de todo el universo, velando la inmensidad de su
majestad, asume la condición de esclavo, el Dios impasible e inmortal se digna
hacerse hombre pasible y sujeto a las leyes de muerte. El mismo que es Dios
verdadero es también hombre verdadero, y en él, con toda verdad, se unen la
pequeñez del hombre y la grandeza de Dios. Ni Dios sufre cambio alguno con esta
dignación de su piedad, ni el hombre queda destruido al ser elevado a esta
dignidad. Cada una de las dos naturalezas realiza sus actos propios en comunión
con la otra, a saber, la Palabra realiza lo que es propio de la Palabra, y la
carne lo que es propio de la carne. En cuanto que es la Palabra, brilla por sus
milagros; en cuanto que es carne, sucumbe a las injurias. Y así como la Palabra
retiene su gloria igual al Padre, así también su carne conserva la naturaleza
propia de nuestra raza. La misma y única persona, no nos cansaremos de
repetir/o, es verdaderamente Hijo de Dios y verdaderamente Hijo del hombre. Es
Dios, porque en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a
Dios, y la Palabra era Dios; es hombre, porque la Palabra se hizo carne y acampó
entre nosotros» (San león Magno [c.390·461] 45° Papa de la Iglesia. De sus
Cartas).
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