«Cuantos intérpretes católicos de los libros divinos del Antiguo y del
Nuevo Testamento he podido leer, anteriores a mí en la especulación sobre la
Trinidad, que es Dios, enseñan, al tenor de las Escrituras, que el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, de una misma e idéntica substancia, insinúan, en
inseparable igualdad, la unicidad divina, en consecuencia, no son tres dioses,
sino un solo Dios, Y aunque el Padre engendró un Hijo, el Hijo no es el Padre;
y aunque el Hijo es engendrado por el Padre, el Padre no es el Hijo; y el
Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo, sino el Espíritu del Padre y del
Hijo, al Padre y al Hijo coigual y perteneciente a la unidad trina. Sin
embargo, la Trinidad no nació de María Virgen, ni fue crucificada y sepultada
bajo Poncio Pilato, ni resucitó al tercer día, ni subió a los cielos, sino el
Hijo solo: ni descendió la Trinidad en figura de paloma sobre Jesús el día de
su bautismo; ni en la solemnidad de Pentecostés, después de la ascensión del
Señor, entre viento huracanado y fragores del cielo, vino a posarse, en forma
de lenguas de fuego, sobre los apóstoles, sino sólo el Espíritu Santo.
Finalmente, no dijo la Trinidad desde el cielo: Tú eres mi Hijo, cuando Jesús
fue bautizado por Juan, o en el monte cuando estaba en compañía de sus tres
discípulos, ~i al resonar aquella voz: Lo he glorificado y lo volveré a
glorificar, sino que era únicamente la voz del Padre, que hablaba a su Hijo, si
bien el Padre, el Hijo y ni Espíritu Santo sean inseparables en su esencia y en
sus operaciones. Y ésta es mi fe, pues es la fe católica» (San Agustín
[354-430]. Tratado sobre la Trinidad IV, 7).
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