«¿Cómo es que,
dicen, vuestro Maestro come con publicanos y pecadores? [Oh fuertes, que no
tenéis necesidad de médico! Esta vuestra fortaleza no es síntoma de salud, sino
de locura. ¡Dios nos libre de imitar a
estos fuertes! Pues es de temer que a alguien se le ocurra imitarlos. En cambio,
el doctor de humildad, partícipe de nuestra debilidad, que nos hizo partícipes
de su divinidad, y que bajó del cielo para esto: para mostramos el camino y
hacerse él mismo camino, se dignó recomendamos muy particularmente su propia
humildad. Por eso no desdeñó ser bautizado por el siervo, para enseñamos a
confesar nuestros pecados, a aceptar nuestra debilidad para llegar a ser
fuertes, prefiriendo hacer nuestras las palabras del Apóstol, que afirma:
Cuando soy débil, entonces soy fuerte. Por el contrario, los que pretendieron
ser fuertes, esto es, los que presumieron de su virtud teniéndose por justos,
tropezaron con el obstáculo de esa Piedra: confundieron el Cordero con un
cabrito, y como lo mataron como cabrito no merecieron ser redimidos por el
Cordero. Estos son los mismos fuertes que arremetieron contra Cristo, alardeando
de su propia justicia. Escuchad a estos fuertes: cuando algunos de Jerusalén,
enviados por ellos a prender a Cristo, no se atrevieron a ponerle la mano
encima, les dijeron: ¿Por qué no lo habéis traído? Respondieron: Jamás ha
hablado nadie así. Y aquellos fuertes replicaron: ¿Hay algún jefe o fariseo que
haya creído en él? Sólo esa gente que no entiende de la ley» (San Agustín
[354-43]). Comentario al Salmo 58, 1-7).
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