«Yo voy escribiendo a todas las
Iglesias, y a todas les suplico lo mismo: que moriré de buena gana por Dios,
con tal que vosotros no me lo impidáis. Se los pido por favor: no me demostréis
una benevolencia inoportuna. Dejen que sea pasto de las fieras, ya que ello me
hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los
dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rueguen por mí a
Cristo, para que, por medio de esos instrumentos llegue a ser una víctima para
Dios. De nada me servirían los placeres terrenales, ni los reinos de este
mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reina en los confines de la tierra.
Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y
resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor,
hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo
es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas
materiales; dejen que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en
pleno sentido. Permítanme que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios
en sí entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mí, sabiendo cuál es el
deseo que me apremia. El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende
arruinar mi deseo que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí
presentes, lo ayude; pónganse más bien de mi parte, es decir, de parte de Dios.
No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos
mundanos en el corazón. Que no resida la envidia entre ustedes. Ni me hagáis
caso sí, cuando esté aquí, les suplicara en sentido contrario; haced más bien
caso de lo que ahora les escribo. Porque les escribo en vida, pero deseando
morir» (San Ignacio de Antioquía [c. 35·108/110]. Carta a los Romanos).
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