El que el Hijo de Dios, su verbo
eterno, esté “sentado a la derecha” del Padre, nos puede parecer la cosa más
debida y natural. Pero el que está “sentado a la derecha del Padre” es Cristo,
claro, es el Hijo de Dios, su Verbo eterno, pero es también el Hijo de Dios
hecho hombre por nuestro amor, es el Verbo encarnado. Es decir, que en este
hermano nuestro glorificado, está glorificada nuestra carne, nuestra humanidad.
Es el primero de una nueva raza. Es la culminación de nuestras expectativas.
Esta fiesta es, pues, no solo la
proposición de una realidad maravillosa, para nuestra contemplación
maravillada. Es también un aliento a nuestra esperanza pues. “No se fue para
alejarse de nuestra pequeñez, sino para que pusiéramos nuestra esperanza en
llegar, como miembros suyos, a donde El, nuestra Cabeza y Principio, nos ha
precedido”.
Esta gloria futura, esta
resurrección y reinado, Pablo los presenta a la comunidad de Efeso, y nos los
presenta a nosotros, no como algo por cumplirse, sino como un hecho ya
realizado y ya existente en principio. Dice Pablo: “Y con Él nos resucitó y nos
hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2, 6).
“… Subo a mi Padre y su Padre, a mi
Dios y su Dios” (Jn 20, 17)
“Galileos
¿qué hacéis ahí mirando al cielo?. Este que os ha sido llevado, este mismo
Jesús, vendrá del mismo modo, que le habéis visto subir al cielo.” ( Hech 1,11)
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