«¡No podéis imaginaros cómo me
aflige el alma al recordar las muchedumbres, que como imponente marea, se
congregaban los días de fiesta y ver reducidas ahora a la mínima expresión esas
multitudes de antaño! ¿Dónde están ahora los que en las, solemnidades nos
causan tanta tristeza? Es a éstos a quienes busco, por su causa lloro al caer
en la cuenta de la cantidad de ellos que perecen y que estaban salvos, al
considerar los muchos hermanos que pierdo, cuando pienso en el reducido número
de los que se salvan; hasta el punto de que la mayor parte del cuerpo de la
Iglesia se asemeja a un cuerpo muerto e inerte. Pero dirá alguno: ¿Y a nosotros
qué? Pues bien, sí les importa muchísimo a ustedes que no se preocupan por
ellos, ni los exhortan, ni los ayudan con vuestros consejos; a ustedes que no
los hacen sentir su obligación de venir ni los arrastran aunque sea a la
fuerza, ni los ayudan a salir de esa grande negligencia. Pues Cristo nos enseñó
que no sólo debemos sernos útiles a nosotros, sino a muchos, al llamarnos sal,
fermento y luz. Estas cosas, en efecto, son útiles y provechosas para los
demás. Pues la lámpara no luce para sí, sino para los que viven en tinieblas: y
tú eres lámpara, no para disfrutar en solitario de la luz, sino para reconducir
al que yerra. Porque, ¿de qué sirve la lámpara si no alumbra al que vive en las
tinieblas? Y ¿cuál sería la utilidad del cristianismo si no ganase a nadie, si
a nadie redujera a la virtud? Por su parte, tampoco la sal se conserva a sí
misma, sino que mantiene a raya a los cuerpos tendentes a la corrupción,
impidiendo que se descompongan y perezcan» (San Juan Crisóstomo [c.347-407].
Homilía 20, 2. Carta a los Romanos).
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