«Me dispongo a hablaros, con la gracia de Dios, sobre la lectura del
santo evangelio que acabamos de escuchar, para exhortaros en él a que, frente a
las tempestades y marejadas de este mundo, no duerma la fe en vuestros
corazones. Porque -se dice- no es cierto que Cristo, el Señor, tuviera dominio
sobre la muerte, como no es verdad que lo tuviera sobre el sueño: ¿o es que el
sueño no venció muy a pesar suyo al Todopoderoso mientras navegaba? Si tal
pensáis, duerme Cristo en vosotros; si por el contrario está en vela, vigila
vuestra fe. Dice el Apóstol: que Cristo habite por la fe en vuestros corazones.
Luego también el sueño de Cristo es el signo de un sacramento. Los navegantes
son las almas que surcan este mundo en el madero. También aquella barca era figura
de ¡a Iglesia. Además, todos y cada uno son templo de Dios y cada cual navega
en su corazón: y no naufraga, a condición de que piense cosas buenas. ¿Has
escuchado un insulto? Es el viento. ¿Te has irritado? Es el oleaje. Cuando el
viento sopla y se encrespa el oleaje, zozobra ¡a nave, zozobra tu corazón,
fluctúa tu corazón. Nada más escuchar el insulto, te vienen ganas de vengarte:
si te vengas, cediendo al mal ajeno, padeciste naufragio. Y esto, ¿por qué?
Porque Cristo duerme en ti. ¿Qué quiere decir que Cristo duerme en ti? Que te
has olvidado de Cristo. Despierta, pues, a Cristo, acuérdate de Cristo, vele en
ti Cristo; piensa en él. ¿Qué es lo que pretendías? Vengarte. Se apartó de ti,
pues él mientras era crucificado, dijo: Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen»
(San Agustín [354-430]. Sermón 43,1 -3).
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