Por aquellos días, le llegó a Isabel la hora de dar a luz y tuvo un hijo. Cuando sus vecinos y parientes se enteraron de que el Señor le había manifestado tan grande misericordia, se regocijaron con ella.
A los ocho días fueron a circuncidar al niño y le querían poner
Zacarías, como su padre; pero la madre se opuso, diciéndoles: "No. Su
nombre será Juan". Ellos le decían: "Pero si ninguno de tus parientes
se llama así".
Entonces le preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamara
el niño. Él pidió una tablilla y escribió: "Juan es su nombre". Todos
se quedaron extrañados. En ese momento a Zacarías se le soltó la lengua,
recobró el habla y empezó a bendecir a Dios.
Un sentimiento de temor se apoderó de los vecinos, y en toda la región
montañosa de Judea se comentaba este suceso. Cuantos se enteraban de ello se
preguntaban impresionados: "¿Qué va a ser de este niño?" Esto lo
decían, porque realmente la mano de Dios estaba con él.
El niño se iba desarrollando físicamente y su espíritu se iba
fortaleciendo, y vivió en el desierto hasta el día en que se dio a conocer al
pueblo de Israel.
Reflexión
El Evangelio de hoy nos presenta la gran alegría que trajo para toda la
comarca el nacimiento de Juan el Bautista, el Precursor. Si algo le está
haciendo falta hoy al mundo es esta "alegría" que nace del corazón.
Es necesario que cada uno de nosotros nos convirtamos en el instrumento
de Dios para que la gente se dé cuenta de que la presencia de Cristo en el
mundo es una realidad y que él es la única posibilidad que tiene para ser
verdaderamente feliz. Nuestra sonrisa, nuestra alegría, nuestra sencillez ante
las cosas y el mundo son la mejor invitación para que el mundo crea.
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