Los deseos y caprichos se
convierten en una especie de telaraña que encadena y paraliza nuestra voluntad.
No siempre sabemos desear aquello que más nos conviene. El instinto egoísta nos
pretende controlar, haciéndonos prisioneros de afanes y deseos mezquinos:
dinero, prestigio, seguridad material, reconocimiento social y un largo
etcétera. Esos bienes son útiles y necesarios sin duda alguna. El problema es
que nos angustiamos y desgastamos excesivamente en el intento de conseguirlos.
Imaginamos que la vida buena depende de la cuantía de los recursos materiales
disponibles y no tanto de la armonía interior y de la confianza en el Padre
bueno. Somos indigentes necesitados de la compañía del Espíritu que habrá de
guiamos en las horas oscuras de nuestra existencia.
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