"Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Heb
13, 8). Esta solemne declaración que encontramos en la Carta a los hebreos es
uno de los "credos" más admirables y elocuentes. La Palabra, que
desde el principio estaba junto a Dios y era Dios (cf Jn 1, 1), en la plenitud
de los tiempos vino al mundo y, por obra del Espíritu Santo, se encarnó en el
seno de la Virgen Santísima. Se hizo hombre sin perder su condición divina. Muerto
y sepultado, resucitó como lo había anunciado, y está a la derecha del Padre
para interceder siempre por nosotros. Jesucristo es siempre el mismo: ayer, hoy
y siempre. Jesucristo es inmutable e imperecedero.
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