«Aquel mismo día, primero de la semana ... vino Jesús y se puso de pie en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Y habiendo dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los clavos taladraron sus manos, y la lanza abrió su costado, y en ellos conservó las señales de sus heridas para curar la duda de sus corazones. Las puertas cerradas no fueron obstáculos a la mole de aquel cuerpo, en el cual estaba la divinidad. Sin abrirlas solamente pudo entrar Aquel que en su nacimiento conservó intacta la integridad de la Virgen. Se alegraron los discípulos con la vista del Señor. Les dijo, pues, otra vez: la paz sea con vosotros. Esta repetición es la confirmación. Él mismo dio la paz sobre la paz, prometida por el profeta. Luego dice: Así como el Padre me envió, así yo os envío a vosotros. Ya sabemos que el Hijo es igual al Padre, más aquí reconocemos las palabras del Mediador. Él se ha puesto en el medio, diciendo: Él a mí y yo a vosotros. Y habiendo dicho esto, sopló y les dijo: recibid al Espíritu Santo. Con ese soplo manifestó que el Espíritu Santo es no sólo Espíritu del Padre, sino también suyo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; y a quienes se los retuviereis, les serán retenidos. La caridad de la Iglesia, que por el Espíritu Santo es infundida en nuestros corazones, perdona los pecados de quienes de ella participan, reteniéndoselos a quienes de ella no participan; y por eso, después de decir: Recibid al Espíritu Santo inmediatamente añadió esto sobre la remisión y retención de los pecados» (San Agustín [354-430]. Tratado 121 del Evangelio de san Juan).
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