«Siempre
resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua
tradición, de la doctrina y la fe de la Iglesia católica, tal como el Señor nos
la entregó, tal como la predicaron los Apóstoles y la conservaron los santos
Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que
todo aquel que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el
nombre. Existe, pues, una Trinidad, santa y perfecta, de la cual se afirma que
es Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que no tiene mezclado ningún
elemento extraño o externo, que no se compone de uno que crea y de otro que es
creado, sino que toda ella es creadora, es consistente por naturaleza y su actividad
es única. El Padre hace todas las cosas a través del que es su Palabra, en el
Espíritu Santo. De esta manera queda a salvo la unidad de la santa Trinidad. Así,
en la Iglesia se predica un solo Dios, que lo trasciende todo, y lo penetra
todo, y lo invade todo. Lo trasciende todo, en cuanto Padre, principio y
fuente; lo penetra todo, por su Palabra; lo invade todo, en el Espíritu Santo.
San Pablo, hablando a los corintios acerca de los dones del Espíritu, lo reduce
todo al único Dios Padre, como al origen de todo, con estas palabras: Hay diversidad
de dones, pero un mismo Espíritu (1 Co 12). El Padre esquíen da, por mediación aquel
que es su Palabra, lo que el Espíritu distribuye a cada uno. Porque todo lo que
es del Padre es también del Hijo; por esto, todo lo que da el Hijo en el
Espíritu es realmente don del Padre» (San Atanasio de Alejandría [c.295-373].
Carta 1 a Serapión, 28-30).
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