«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero
si muere, da mucho fruto. Floreció, pues, nuevamente el Señor resucitando del
sepulcro; fructifica cuando sube al cielo. Es flor cuando es engendrado en lo
profundo de la tierra; es fruto cuando es instalado en su sublime sitial. Es
grano -como él mismo dice- cuando, solo, padece la cruz; es fruto cuando se ve
rodeado de la copiosa fe de los apóstoles. En efecto, durante aquellos cuarenta
días en que, después de la resurrección, convivió con sus discípulos, les
instruyó en toda la madurez de sabiduría y los preparó para una cosecha
abundante con toda la fecundidad de su doctrina. Después subió al cielo, es
decir, al Padre, llevando el fruto de la carne y dejando en sus discípulos las
semillas de la justicia. Subió, pues el Señor al Padre. Recordará sin duda
vuestra santidad que comparé al Salvador con aquella águila del salmista, de la
que leemos que renueva su juventud. Existe en efecto una semejanza y no
pequeña. Pues, así como el águila abandonando los valles se eleva a las alturas
y penetra rauda en los cielos, así también el Salvador abandonando las
profundidades del abismo se elevó a las serenas cimas del paraíso, y penetró en
las más elevadas regiones del cielo. Y lo mismo que el águila, abandonando la
sordidez de la tierra, y volando hada las alturas, goza de la salubridad de un aire
más puro, así también el Señor, abandonando la hediondez de los pecados
terrenales y revolando en sus santos, se alegra en la simplicidad de una vida
más pura» (San Máximo de Turín [Fines siglo IV-c. 465]. Sermón 56,1-3).
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