Todos los
conocemos, se sienten tan perfectos, tan merecedores del reconocimiento público
que pareciera que Dios algo le quedó a deber por ser tan buenos. Son esos
buenos que resultan insoportables por tan pagados de sí mismos. El retrato del
fariseo es un llamado a la modestia y la humildad. Si alguien conoce nuestra
fragilidad es Dios y no le podemos impresionar con nuestras ínfulas de
santidad. La antítesis final que cierra el relato evangélico a todo el que se
encumbra lo abajará y al que se abaja lo encumbrarán, es una ley de vida que
conviene atender, no solamente en nuestras relaciones humanas, sino en especial
ante Dios. Si no es posible mentirnos a nosotros mismos, tampoco resulta
posible mentirle a Dios. La humildad y la modestia del recaudador que reconoce
su condición pecadora nos resultará más oportuna delante de Dios.
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