A lo largo de los siglos, muchos cristianos han intentado comprender
a Dios comparándolo con personajes de la vida cotidiana. Por ejemplo, los
antiguos pintaban a Dios como un patrón en el sistema de patronazgo, que era
común en sus días: somos los clientes en ese sistema, siempre dispuestos a
hacer todo lo que nos pidiera nuestro patrón, Dios. A cambio de nuestro
servicio, el Patrón divino es obligado a darnos favores. En nuestros días, no
es raro comparar a Dios con un comerciante en un mercado: somos los
consumidores que pagan el precio, asistiendo a la misa y siguiendo fielmente
los diez mandamientos; a cambio de nuestro salario; Dios es obligado a
llenarnos con sus bendiciones. Pero Dios no está obligado a hacer nada y
nosotros no podemos reclamar nada de él. Con Dios, todo es gratuidad. ¡Cuidado
con las comparaciones!
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