«El Tabor y el Hermón
exultan de gozo. Hoy se ha escuchado algo que los oídos humanos eran incapaces
de percibir. En efecto, el que aparece como un hombre es proclamado Hijo de
Dios, unigénito, amado y consustancial con el Padre. Verídico es el testimonio;
verdadera es la proclamación: el Padre que lo ha engendrado es el que hace el
anuncio. Que venga aquí David y pulsando la lira del Espíritu de resonancias
divinas, entone ahora con toda claridad las palabras que pronunció antiguamente
al contemplar con ojos puros, y con visión profética la encarnación del Verbo
de Dios: El Tabor y el Hermón exultarán en tu nombre (Sal 89,12). El Hermón
exultó en primer lugar cuando escuchó que el Padre atestiguaba claramente que
Cristo poseía la filiación divina. Esto ocurrió cuando el Precursor, que ocupa
un lugar intermedio entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, salió a bautizar en
el Jordán. Él era una joya escondida en el desierto y fue enviado para mostrar
a todos la luz inaccesible que brillaba en las tinieblas, o sea, en el mundo y
permanecía oculta para los que eran cortos de vista. Así, dentro del río Jordán
el agua de la remisión, sin haber sido previamente purificada, realizaba la
purificación del mundo, cuando, por la voz del Padre que resonaba desde el cielo,
fue declarado su Hijo amado aquel que era bautizado y que, al ser objeto de ese
testimonio, era también señalado por el Espíritu Santo que apareció en forma de
paloma» (San Juan Damasceno [ó76-c. 749]. Sermón sobre la Trasfiguración 3)
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