«Esta cruz no es cruz de solos cuarenta días, sino de toda la vida.
Comenzamos hoy la observancia cuaresmal nuevamente presentada con rito solemne,
con cuya ocasión también a vosotros se os debe una solemne exhortación por
parte nuestra, a fin de que la palabra de Dios presentada por nuestro
ministerio nutra el corazón de quienes ayunan en el cuerpo. De esta suerte el
hombre interior, alimentado con su manjar especial, podrá llevar a término la
maceración del hombre exterior y soportarlo con mayor entereza. Pues es muy
conveniente a nuestra devoción que, quienes nos disponemos a celebrar la pasión
del Señor crucificado ya próxima, nos fabriquemos nosotros mismos la cruz de la
represión de los placeres carnales, como dice el Apóstol: los que son de Cristo
Jesús han crucificado su carne con sus pasiones y deseos. De esta cruz debe
continuamente pender el cristiano durante toda esta vida que discurre en medio
de tentaciones. No es este tiempo de arrancar clavos, de los que se dice en el
salmo: Traspasa mis carnes con los clavos de tu temor. Las carnes son las
concupiscencias carnales; los clavos, los preceptos de la justicia: con estos
clavos nos traspasa el temor de Dios, por cuanto nos crucifica como víctima
aceptable para él. Por eso nuevamente dice el Apóstol: Os exhorto, hermanos,
por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva,
santa, agradable a Dios. Es, pues, aquella cruz de la que el siervo de Dios no
se avergüenza, sino que más bien se gloría de ella diciendo: Dios me libre de
gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo...» (San Agustín
[354-430], Sermón 205,1,1)
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