«Porque
por el celo de la casa de Dios echó del templo a ésos el Señor, los discípulos
recordaron que está escrito: el celo de tu casa me devora. Hermanos, el celo de
la casa de Dios devore a cada cristiano de entre los miembros de Cristo. ¿A
quién devora el celo de la casa de Dios? A quien procura que se corrija y desea
que se enmiende todo lo defectuoso que quizá viere allí; no descansa; si no
puede enmendado, lo tolera, gime. El grano no se expulsa de la era, soporta a
la paja para entrar en el granero cuando la paja sea separada. Antes que se
abra el granero, tú, si eres grano, no quieras ser expulsado de la era, no sea
que las aves te recojan antes de ser congregado en el granero. En efecto, las
aves del cielo, las potestades aéreas, aguardan a arrebatar de la era algo, y
no arrebatan sino ¡o que haya sido expulsado de allí. Te devore, pues, el celo
de la casa de Dios; devore a cada cristiano el celo de la casa de Dios, casa de
Dios en que es miembro. (...) A tu casa entras por el descanso temporal; a la
casa de Dios entras por el descanso sempiterno. Si, pues, procuras que en tu
casa no suceda algún desorden, en la casa de Dios, donde están servidos
salvación y descanso sin fin, si vieses algún desorden, ¿debes soportarlo, en
cuanto esté de tu parte? Por ejemplo ves a un hermano acudir al teatro? Oponte,
amonéstalo, contrístate, si el celo de la casa de Dios te devora, ¿Ves a otros
correr y querer emborracharse y querer en los lugares santos esto que en ningún
sitio
está bien? Oponte a los que puedas, oponte a los que puedas, aterroriza
a los que puedas, halaga a los que puedas; pero no descanses. ¿Es un amigo? Amonestadlo
suavemente... Haz lo que puedas, según la función que desempeñas, y realizarás
lo del celo de tu casa me devora»
(San Agustín [354-430]. Tratado 10. Evangelio de Juan 9).
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