«La
pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una
enseñanza de paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gracia de Dios el
corazón de los fieles, si por ellos el Hijo único de Dios, coeterno con el
Padre, no se contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que
quiso incluso morir por mano de los hombres, que él mismo había creado? Grande
es lo que el Señor nos promete para el futuro, pero es mucho mayor aun aquello
que celebramos recordando lo que ya ha hecho por nosotros. ¿Dónde estaban o
quiénes eran los impíos, cuando por ellos murió Cristo? ¿Quién dudará que a los
santos pueda dejar el Señor de darles su vida, si él mismo les entregó su
muerte? ¿Por qué vacila todavía la fragilidad humana en creer que un día será
realidad el que los hombres vivan con Dios? Lo que ya se ha realizado es mucho
más increíble: Dios ha muerto por los hombres. Porque, ¿quién es Cristo, sino
aquel de quien dice la Escritura: En el principio ya existía la Palabra, y la
Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios? Esta Palabra de Dios se
hizo carne y acampó entre nosotros. Porque no habría poseído lo que era
necesario para morir por nosotros, si no hubiera tomado de nosotros una carne
mortal. Así el inmortal pudo morir, así pudo dar su vida a los mortales; y hará
que más tarde tengan parte en su vida aquellos de cuya condición él primero se
había hecho partícipe. Pues nosotros, por nuestra naturaleza, no teníamos
posibilidad de vivir, ni él, por la suya, posibilidad de morir El hizo, pues,
con nosotros este admirable intercambio: tomó de nuestra naturaleza la
condición mortal, y nos dio de la suya la posibilidad de vivir» (San Agustín
[354-430]. Sermón Güelferbitano 3).
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