«Cúmplase tu voluntad en la tierra como en el cielo. No en el sentido de que Dios haga lo que quiere, sino en cuanto nosotros podamos hacer lo que Dios quiere. Pues ¿quién puede impedir a Dios hacer lo que quiera? Pero porque a nosotros se nos opone el diablo para que no esté totalmente sumisa a Dios nuestra mente y vida, pedimos y rogamos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios: y para que se cumpla en nosotros, necesitamos de esa misma voluntad, es decir, de su ayuda y protección, porque nadie es fuerte por sus propias fuerzas, sino por la bondad y misericordia de Dios. En fin, también el Señor, para mostrar la debilidad del hombre, cuya naturaleza llevaba, dice: Padre, si puede ser, que pase de mí este cáliz, y para dar ejemplo a sus discípulos de que no hicieran su propia voluntad, sino la de Dios, añadió lo siguiente: Con todo, no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres. Por lo cual, si el Hijo obedeció hasta hacer la voluntad del Padre, cuánto más debe obedecer el servidor para cumplir la voluntad de su Señor, como exhorta y enseña en una de sus epístolas Juan a cumplir la voluntad de Dios: 1 Jn 2,15-17. La voluntad de Dios es la que Cristo enseñó y cumplió: humildad en la conducta, firmeza en la fe, reserva en las palabras, rectitud en los hechos, misericordia en las obras, orden en las costumbres, no hacer ofensa a nadie y saber tolerar las que se le hacen, guardar paz con los hermanos, amar a Dios de todo corazón, amarle porque es Padre, temerle porque es Dios; no anteponer nada a Cristo, porque tampoco él antepuso nada a nosotros; unirse inseparablemente a su amor, abrazarse a su cruz con fortaleza y confianza» (San Cipriano [e. 200-258]. La Oración del Señor).
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