martes, 2 de septiembre de 2025

Evangelio del 3 de septiembre 2025 Lucas 4, 38-44

 



En aquel tiempo, Jesús salió de la sinagoga y entró en la casa de Simón. La suegra de Simón estaba con fiebre muy alta y le pidieron a Jesús que hiciera algo por ella. Jesús, de pie junto a ella, mandó con energía a la fiebre, y la fiebre desapareció. Ella se levantó enseguida y se puso a servirles. Al meterse el sol, todos los que tenían enfermos se los llevaron a Jesús y él, imponiendo las manos sobre cada uno, los fue curando de sus enfermedades. De muchos de ellos salían también demonios que gritaban: "¡Tú eres el Hijo de Dios!" Pero él les ordenaba enérgicamente que se callaran, porque sabían que él era el Mesías. Al día siguiente se fue a un lugar solitario y la gente lo andaba buscando. Cuando lo encontraron, quisieron retenerlo, para que no se alejara de ellos; pero él les dijo: "También tengo que anunciarles el Reino de Dios a las otras ciudades, pues para eso he sido enviado". Y se fue a predicar en las sinagogas de Judea.

 

Reflexión

 

Este pasaje nos muestra a Jesús en tres dimensiones profundamente humanas y divinas: el que sana, el que ora, y el que no se detiene.

 

🔹 Sana con compasión: Jesús entra en la casa de Simón y ve a su suegra enferma. No hay discursos ni rituales largos: se inclina, la toca, y la fiebre la deja. Ella se levanta y se pone a servir. Esta escena revela que la sanación verdadera nos restituye para el servicio, no solo para el bienestar personal. La salud que viene de Dios nos llama a la entrega.

 

🔹 Acoge a todos: Jesús no selecciona ni discrimina. Impone las manos sobre cada uno. Su misericordia es personal, directa, sin condiciones. Él no se protege del dolor ajeno, lo abraza. Y los demonios, aunque lo reconocen como el Hijo de Dios, son silenciados: no es el tiempo de la fama, sino de la misión.

🔹 Ora en soledad: La oración no es evasión, es dirección. Desde ahí, reafirma su propósito: “También a otras ciudades debo anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado.”

 

¿Qué hacemos con la sanación que recibimos?

¿Servimos desde la gratitud o nos quedamos en la comodidad?

¿Buscamos a Jesús solo cuando lo necesitamos o también cuando queremos escuchar su voz en el silencio?

¿Estamos dispuestos a dejarlo ir, a no retenerlo, para que otros también lo conozcan?

lunes, 1 de septiembre de 2025

Evangelio del 2 de septiembre 2025 Lucas 4, 31-37

 



En aquel tiempo, Jesús fue a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente. Todos estaban asombrados de sus enseñanzas, porque hablaba con autoridad. Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo y se puso a gritar muy fuerte: "¡Déjanos! ¿Por qué te metes con nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé que tú eres el Santo de Dios". Pero Jesús le ordenó: "Cállate y sal de ese hombre". Entonces el demonio tiró al hombre por tierra, en medio de la gente, y salió de él sin hacerle daño. Todos se espantaron y se decían unos a otros: "¿Qué tendrá su palabra? Porque da órdenes con autoridad y fuerza a los espíritus inmundos y estos se salen". Y su fama se extendió por todos los lugares de la región.

 

Reflexión

 

Jesús entra en Cafarnaúm y enseña en la sinagoga. No es solo un maestro más: su palabra tiene autoridad, y esa autoridad no es meramente intelectual, sino espiritual, transformadora.

En medio de la asamblea, un hombre poseído por un espíritu impuro grita: “¡Sé quién eres: el Santo de Dios!”

Este momento revela algo poderoso: los demonios reconocen a Jesús antes que muchos humanos lo hagan. El mal no puede resistir la presencia de lo Santo. Jesús no dialoga ni negocia. Él ordena: “¡Cállate y sal de él!” y el espíritu obedece. No hay espectáculo, no hay violencia. Solo la fuerza de una palabra que sana y libera.

Jesús no necesita gritar ni imponer. Su autoridad viene de su unión con el Padre.

Cuando vivimos en gracia, nuestra sola presencia puede incomodar lo que no es de Dios. ¿Somos luz que incomoda a las tinieblas?

El demonio reconoce a Jesús como “el Santo de Dios”. ¿Reconocemos nosotros su santidad en nuestra vida diaria, o lo reducimos a una figura decorativa?