«Es preciso que no restrinjas tu
oración a la sola petición en palabras. En efecto, Dios no necesita que se le
hagan discursos; sabe, aunque no le pidamos nada, lo que nos hace falta. ¿Qué
hay que decir a esto? La oración no consiste en fórmulas: engloba toda la vida.
Por lo tanto, ya comáis, ya bebáis, dice el apóstol Pablo, o hagáis cualquier
otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios (1 Co 10,31). ¿Estás en la mesa?
Reza: al tomar el pan, agradece a quien te lo ha concedido; bebiendo el vino,
acuérdate del que te ha hecho este don para alegrar tu corazón y solazar tus miserias.
Acabada la comida, no te olvides de tu bienhechor. Cuando te pones la túnica,
agradece al que te la ha dado; cuando te pones tu manto, muestra tu afecto a
Dios que nos provee de vestidos adecuados para el invierno y para el verano, y
para proteger nuestra vida. Acabado el día, agradece a aquel que te ha dado el
sol para trabajar durante el día y el fuego para iluminar la noche y proveer
nuestras necesidades. La noche te da motivos para la acción de gracias; mirando
el cielo y contemplando la belleza de las estrellas, ora al Señor del universo
que ha hecho todas las cosas con tanta sabiduría. Cuando contemplas a la
naturaleza dormida, adora a aquel que con el sueño nos alivia de todas nuestras
fatigas y, a través de un poco de descanso, devuelve el vigor a nuestras
fuerzas. Así orarás sin descanso, si tu oración no se contenta con fórmulas y
si, por el contrario, te mantienes unido a Dios a lo largo de toda tu
existencia, de manera que hagas de tu vida una incesante oración»
(San Basilio Magno [329-379].
Homilía 5).
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