«Las súplicas y las palabras de los hombres que oran deben hacerse con un método que implique paz y discreción. Debemos pensar que estamos en la presencia de Dios. Hay que ser agradables a los ojos de Dios tanto por la postura como por el tono de la voz. Pues así como es propio de los desvergonzados estar siempre gritando, también lo es de una persona discreta el rezar con preces comedidas. El mismo Señor en su enseñanza nos ordenó orar en secreto, en sitios escondidos y apartados, e incluso, nuestros propios aposentos. Es lo más conveniente para que nuestra fe. Sabemos que Dios está presente en todas partes, que ve y escucha a todos y que la plenitud de su majestad abarca también los lugares escondidos y apartados como está escrito: ¿Soy yo Dios sólo de cerca -oráculo del Señor- y no soy Dios de lejos? Si uno se esconde en su escondrijo ¿acaso no lo veo yo? ¿Acaso no lleno yo el cielo y la tierra? (Jr 23, 24). El que ora, hermanos queridos, no debe ignorar cómo oró el publicano junto al fariseo en el templo. No oró con los ojos erguidos jactanciosamente hacia el cielo ni las manos desvergonzadamente levantadas, sino golpeándose humildemente el pecho y confesando los pecados ocultos, y de esta forma pedía la misericordia de Dios. El fariseo se complacía en sí mismo; el publicano fue justificado porque oraba con humildad, y que, no habiendo puesto su esperanza de salvación en la seguridad de su inocencia, ya que nadie es inocente, oró confesando sus pecados, y su oración fue escuchada por Aquel que perdona a los humildes» (San Cipriano de Cartago fe. 200-258]. Sobre la Oración del Señor).
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