«Ya se había llevado a cabo el plan salvífico de Dios en la tierra;
pero convenía que nosotros llegáramos a ser partícipes de la naturaleza divina
del Verbo, esto es, que abandonásemos nuestra vida anterior para transformarla
y conformarla a un nuevo estilo de vida y de santidad. Esto sólo podía llevarse
a efecto con la comunicación del Espíritu Santo. Ahora bien, el tiempo más
oportuno para la misión del Espíritu y su irrupción en nosotros fue aquel que
siguió a la Ascensión de nuestro Salvador Jesucristo. Pues mientras Cristo
vivía corporalmente entre sus fieles, se les mostraba como el dispensador de
todos sus bienes; pero cuando llegó la hora de regresar al Padre celestial,
continuó presente entre sus fieles mediante su Espíritu, y habitando por la fe
en nuestros corazones. De este modo, poseyéndole en nosotros, podríamos llamarle
con confianza: Abba, Padre, y cultivar con ahínco todas las virtudes, y
juntamente hacer frente con valentía invencible a las asechanzas del diablo y
las persecuciones de los hombres, como quienes cuentan con la fuerza poderosa
del Espíritu. Este mismo Espíritu transforma y traslada a una nueva condición
de vida a los fieles en que habita y tiene su morada. Esto puede ponerse
fácilmente de manifiesto con testimonios tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento. Así el piadoso Samuel a Saúl: Te invadirá el Espíritu del Señor, y
te convertirás en otro hombre… No es difícil percibir cómo transforma el
Espíritu la imagen en quienes habita: del amor a las cosas terrenas, el
Espíritu nos conduce a la esperanza de las cosas del cielo; y de la cobardía y
la timidez, a la valentía y generosa intrepidez de espíritu» (San Cirilo de
Alejandría [370-444]. Evangelio de Juan. Libro 10).
No hay comentarios:
Publicar un comentario