Con justa razón
se extrañan los analistas de una inexplicable combinación. Una sociedad que se
confiesa cristiana en muy alta proporción padece altísimos índices de violencia
y desigualdad. Si la fe es genuina, queda sin explicación alguna tanta
violencia. Si la fe es puramente nominal y declarativa no puede servir como
freno o barrera ante tanta barbarie. La única alternativa viable, al menos para
los cristianos de buena voluntad, será conciliar estrechamente el amor a Dios
con el amor al prójimo. Un amor que no es un sentimentalismo meloso, sino que
fundamentalmente se debe traducir en un respeto permanente hacia la vida, la
dignidad, el cuerpo, los bienes, la intimidad de toda persona. No caben
excepciones: no se puede justificar el ajuste de cuentas ni el linchamiento de
delincuentes comunes o criminales de alto rango; como tampoco se puede
violentar a las mujeres por su forma de vestir, ni a los emigrantes por su
color de piel. Dios se ha hecho carne en la vida de cada persona.
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