«Yo no he sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de
Israel. ¿Qué hace entonces la mujer? ¿Decayó su ánimo al oír semejante
respuesta? ¿Se alejó? ¿Abandonó su empeño y deseos? ¡De ninguna manera! Al
contrario, insistió con más fuerza. No lo hacemos así nosotros. Por el
contrario, si no conseguimos lo que pedimos, desistimos al tiempo en que lo
conveniente sería instar con mayor fuerza. ¿A quién no habría derrotado la
palabra de Jesús? El silencio mismo del Maestro podía haberla hecho desesperar,
pero mucho más semejante respuesta. Al ver que juntamente con ella eran
rechazados los que por ella intercedían; y al oír que lo que pedía no era
posible, podía esto haberla hecho desesperar. Pero no decayó de ánimo, sino
que, viendo que sus abogados nada lograban, perdiendo laudable mente la
vergüenza, tomó atrevimiento. Antes no se había atrevido a presentarse de frente,
pues los discípulos dicen: Grita detrás de nosotros. Pero cuando lo verosímil
era que ella, dudosa ya en su ánimo, se apartara, entonces se acercó mucho más,
y adorándolo le dijo: ¡Señor, ayúdame! ¿Qué es esto, oh mujer? ¿Tienes acaso
una confianza mayor que la de los Apóstoles? ¿Tienes mayor fortaleza? ¡No!
responde: ni mayor confianza, ni mayor fortaleza. Más aún: estoy llena de
vergüenza. Pero echo mano de la audacia para suplicar. Él se compadecerá de mi
atrevimiento. Pero ¿por qué lo haces? ¿No has oído que dijo: No he sido enviado
sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel» (San Juan Crisóstomo [c.
345-407]. Homilía 52, 2).
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