«Sirvamos a Cristo en los pobres.
Dichosos los misericordiosos -dice la Escritura-, porque ellos alcanzarán
misericordia. No es, por cierto, la misericordia una de las últimas
bienaventuranzas. Dice el salmo: Dichoso el que cuida del pobre y desvalido. Y
de nuevo: dichoso el que se apiada y presta. Y en otro lugar: El justo a diario
se compadece y da prestado. Tratemos de alcanzar la bendición, de merecer que
nos llamen dichosos: seamos benignos. Que ni siquiera la noche interrumpa tus
quehaceres de misericordia. No digas: Vuelve, que mañana te ayudaré. Que nada
se interponga entre tu propósito y su realización. Porque las obras de caridad
son las únicas que no admiten demora. Parte tu pan con el hambriento, hospeda a
los pobres sin techo, y no dejes de hacerlo con jovialidad y presteza. Quien
reparte la limosna -dice el Apóstol- que lo haga con agrado; pues todo lo que
sea prontitud hace que se te doble la gracia del beneficio que has hecho.
Porque lo que se lleva a cabo con una disposición de ánimo triste y forzada no
merece gratitud ni tiene nobleza. De manera que, cuando hacemos el bien, hemos
de hacerlo, no tristes, sino con alegría. Si dejas libres a los oprimidos y
rompes todas las cadenas, dice la Escritura; o sea, si procuras alejar de tu
prójimo sus sufrimientos, sus pruebas, la incertidumbre de su futuro, toda
murmuración contra él, ¿qué piensas que va a ocurrir? Algo grande y admirable.
Un espléndido premio. Escucha: Entonces romperá tu luz como la aurora, te
abrirá camino la justicia. ¿Y quién no anhela la luz y la justicia?»
(San Gregorio Nacianceno
[329-390]. Sermón 14,38.40).
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