jueves, 27 de marzo de 2025

EN COMUNIÓN CON LA TRADICIÓN VIVA DE LA IGLESIA 20250330

 



«El hombre con dos hijos es Dios, que tiene dos pueblos. El hijo mayor es el pueblo judío; el menor, el pueblo gentil La herencia recibida del padre es la inteligencia, la mente, la memoria, el ingenio y todo lo que Dios nos dio para que lo conozcamos y lo adoremos. Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se marchó a una región lejana: lejana, es decir, hasta el olvido de su creador. Disipó su herencia viviendo pródigamente: gastando y no adquiriendo, derrochando lo que poseía y no adquiriendo lo que no tenía; es decir, consumiendo todo su ingenio en dispendios, en ídolos, en toda clase de perversos deseos a los que la Verdad llamó meretrices. No ha de extrañar que a ese dispendio siguiese el hambre. Reinaba la penuria en aquella región: no penuria de pan visible, sino penuria de la verdad invisible. Impelido por la necesidad, fue a dar con un jefe de aquella región. Se entiende que se trata del diablo, jefe de los demonios, en quien van a dar todos los curiosos, pues toda curiosidad ilícita no es otra cosa que una pestilente penuria de verdad. Aquel hijo, arrancado de Dios por el hambre de su inteligencia, fue reducido a servidumbre y le tocó ponerse a cuidar cerdos; es decir, la servidumbre última e inmunda de que suelen gozarse los demonios. En efecto, no en vano permitió el Señor a los demonios entrar en la piara de los puercos. Aquí se alimentaba de bellotas, que no le saciaban. Las bellotas son, a nuestro parecer, las doctrinas mundanas, que meten ruido, pero no sacian; digno alimento para puercos, pero no para hombres; es decir, las que producen satisfacción a los demonios, pero no hacen justos a los fieles» (San Agustín (354-430). Sermón 112 A).

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