«El hombre con dos hijos es Dios,
que tiene dos pueblos. El hijo mayor es el pueblo judío; el menor, el pueblo
gentil La herencia recibida del padre es la inteligencia, la mente, la memoria,
el ingenio y todo lo que Dios nos dio para que lo conozcamos y lo adoremos.
Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se marchó a una región
lejana: lejana, es decir, hasta el olvido de su creador. Disipó su herencia
viviendo pródigamente: gastando y no adquiriendo, derrochando lo que poseía y
no adquiriendo lo que no tenía; es decir, consumiendo todo su ingenio en
dispendios, en ídolos, en toda clase de perversos deseos a los que la Verdad
llamó meretrices. No ha de extrañar que a ese dispendio siguiese el hambre.
Reinaba la penuria en aquella región: no penuria de pan visible, sino penuria
de la verdad invisible. Impelido por la necesidad, fue a dar con un jefe de
aquella región. Se entiende que se trata del diablo, jefe de los demonios, en
quien van a dar todos los curiosos, pues toda curiosidad ilícita no es otra
cosa que una pestilente penuria de verdad. Aquel hijo, arrancado de Dios por el
hambre de su inteligencia, fue reducido a servidumbre y le tocó ponerse a
cuidar cerdos; es decir, la servidumbre última e inmunda de que suelen gozarse
los demonios. En efecto, no en vano permitió el Señor a los demonios entrar en
la piara de los puercos. Aquí se alimentaba de bellotas, que no le saciaban.
Las bellotas son, a nuestro parecer, las doctrinas mundanas, que meten ruido,
pero no sacian; digno alimento para puercos, pero no para hombres; es decir,
las que producen satisfacción a los demonios, pero no hacen justos a los
fieles» (San Agustín (354-430). Sermón 112 A).
No hay comentarios:
Publicar un comentario