En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se le acercó un jefe de la
sinagoga, se postró ante él y le dijo: "Señor, mi hija acaba de morir;
pero ven tú a imponerle las manos y volverá a vivir".
Jesús se levantó y lo siguió, acompañado de sus discípulos. Entonces,
una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, se le acercó por
detrás y le tocó la orilla del manto, pues pensaba: "Con sólo tocar su
manto, me curaré". Jesús, volviéndose, la miró y le dijo: "Hija, ten
confianza; tu fe te ha curado". Y en aquel mismo instante quedó curada la
mujer.
Cuando llegó a la casa del jefe de la sinagoga, vio Jesús a los
flautistas, y el tumulto de la gente y les dijo: "Retírense de aquí. La
niña no está muerta; está dormida". Y todos se burlaban de él. En cuanto
hicieron salir a la gente, entró Jesús, tomó a la niña de la mano y ésta se
levantó. La noticia se difundió por toda aquella región.
Reflexión
El evangelio de hoy, con dos pasajes en los cuales Jesús, por medio de
dos grandes milagros, nos muestra, no solo su poder sino su identidad como Hijo
de Dios, como verdadero Dios, debía llevarnos de nuevo a reflexionar en la
imagen que tenemos sobre Jesús. Muchas veces pensamos que trabajamos solos, que
debemos resolver todos nuestros problemas solos, que debemos recurrir a Jesús
sólo cuando las cosas han llegado a tal grado que no podemos más (enfermedad,
crisis económica). Sin embargo, Jesús nos acompaña con su poder y su amor a lo
largo de todo nuestro día.
Él es capaz de cambiar el rumbo de nuestra actividad y de toda nuestra
vida, es Dios, es el Emmanuel, el "Dios con nosotros".
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