Evangelio 22 de noviembre 2025
Lucas 20, 27-40
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los
saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: "Maestro,
Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin
haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano.
Hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar
hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa
a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda.
Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la
mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?" Jesús les dijo:
"En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que
sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán
ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los
habrá resucitado. Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el
episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac,
Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él
todos viven". Entonces, unos escribas le dijeron: "Maestro, has
hablado bien". Y a partir de ese momento ya no se atrevieron a preguntarle
nada.
Reflexión
El error de los saduceos era intentar encajar la gloria de la
resurrección dentro de las limitaciones de la vida terrenal. Su pregunta sobre
de quién sería esposa la mujer asume que el cielo es simplemente una extensión
o repetición de las costumbres y necesidades de la Tierra.
Jesús corrige esta visión, afirmando que los resucitados serán
"iguales a los ángeles" y "ya no pueden morir". Esto no
anula la importancia del matrimonio en la vida presente, sino que eleva la
existencia futura a un plano donde las estructuras terrenales (como la
necesidad de la procreación para perpetuar la especie) se vuelven obsoletas. La
vida eterna es, por lo tanto, una transformación completa, no un mero reinicio
de la vida anterior.
La vocación última del ser humano no es el matrimonio (aunque sea un
don sagrado en la Tierra), sino la unión plena con Dios y la participación en
la vida inmortal.
La prueba final que Jesús utiliza para validar la resurrección es la
más poderosa y teológicamente rica: invoca las palabras que Dios le dijo a
Moisés en la zarza ardiente: "Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac
y el Dios de Jacob" (Éxodo 3:6).
Al declararse su Dios en tiempo presente, Jesús revela que para Dios,
Abraham, Isaac y Jacob están vivos.
Esta afirmación cambia nuestra comprensión de la muerte. No es el fin
de la existencia, sino una separación temporal del cuerpo. Muestra un Dios fiel
a sus pactos, cuya relación con sus elegidos no termina con el último aliento.
Nuestro Dios es un Dios de vivos, y la vida que Él da es eterna y activa.
La reflexión final es una invitación a confiar en la promesa de Dios
más allá de lo que nuestra razón o experiencia terrenal pueda concebir. Si el
mismo Dios que hizo la vida es nuestro Padre, podemos estar seguros de que la
vida que Él tiene reservada será infinitamente superior y libre de las ataduras
de este mundo.

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