Por aquellos días, Jesús se retiró al monte a orar y se pasó la noche
en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, eligió a
doce de entre ellos y les dio el nombre de apóstoles. Eran Simón, a quien llamó
Pedro, y su hermano Andrés; Santiago y Juan; Felipe y Bartolomé; Mateo y Tomás;
Santiago, el hijo de Alfeo, y Simón, llamado el Fanático; Judas, el hijo de
Santiago, y Judas Iscariote, que fue el traidor. Al bajar del monte con sus
discípulos y sus apóstoles, se detuvo en un llano. Allí se encontraba mucha
gente, que había venido tanto de Judea y Jerusalén, como de la costa, de Tiro y
de Sidón. Habían venido a oírlo y a que los curara de sus enfermedades; y los
que eran atormentados por espíritus inmundos quedaban curados. Toda la gente
procuraba tocarlo, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.
Reflexión
Antes de tomar decisiones importantes, Jesús se retira a orar. No es
una pausa estratégica, sino una comunión profunda con el Padre. Nos enseña que
toda misión comienza en el silencio, en la intimidad con Dios.
Jesús no elige a los más poderosos ni a los más sabios, sino a hombres
comunes, con debilidades y esperanzas. Esta elección es un acto de confianza
radical en lo que Dios puede hacer a través de lo pequeño y lo frágil.
Cuando Jesús baja de la montaña para encontrarse con la multitud, vemos
que aquí no hay distancia ni exclusividad. Él se acerca a los enfermos, a los
atormentados, a los que buscan consuelo. Su poder no se guarda, se entrega.
Este movimiento —de la altura a la cercanía, de la oración a la acción—
revela que el Reino de Dios no es una idea abstracta, sino una presencia que sana,
elige y transforma. Jesús no se queda en lo alto: baja, toca, escucha, y sana.

No hay comentarios:
Publicar un comentario