«Así pues, Señor, no guardes silencio sobre la resurrección de los
muertos, no sea que los hombres no la crean y nosotros, argumentadores, nos
quedemos sin ser predicadores. (.. .) Entiendan quienes oyen, crean para
entender, obedezcan para vivir. Escuchen todavía otra cosa, para que no
supongan que la resurrección terminó aquí: Y le dio potestad también de hacer
juicio. ¿Quién? El Padre. ¿A quién dio? Al Hijo, pues a quien dio tener vida en
sí mismo, le dio potestad también de hacer juicio, porque es hijo de hombre.
Ese Cristo es, en efecto, Hijo de Dios e hijo de hombre. En el principio
existía la Palabra, y la Palabra existía en Dios, y la Palabra era Dios; ella
existía al principio en Dios. He aquí cómo le dio tener vida en sí mismo. Pero,
porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, el hombre hecho de la
Virgen María es hijo de hombre. Por lo tanto, por ser hijo de hombre, ¿qué
recibió? La potestad también de hacer juicio. ¿Qué juicio? Al final de los
tiempos; y tendrás la resurrección de los muertos, pero la de los cuerpos.
Dios, pues, resucita las almas mediante Cristo, el Hijo de Dios; resucita Dios
los cuerpos mediante el mismo Cristo, hijo de hombre. Le dio potestad. No
tendría esta potestad si no la recibiera, y sería un hombre sin potestad. Pero
el mismo que es hijo de hombre es Hijo de Dios, pues, adhiriéndose en cuanto a
la unidad de persona el hijo de hombre al Hijo de Dios, resultó una única
persona y el Hijo de Dios es la misma que el hijo de hombre. Ahora bien, ha de
discernirse qué tiene en razón de qué. Un hijo de hombre tiene alma, tiene
cuerpo. El Hijo de Dios, que es la Palabra de Dios, tiene al hombre, como el
alma al cuerpo. Como el alma que tiene cuerpo no forma dos personas, sino un
único hombre, así la Palabra que tiene al hombre no forma dos personas, sino un
único Cristo» (San Agustín [354430]. Tratado 19, Evangelio de Juan).

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