Cuando leemos los relatos de la infancia de Jesús, nos encontramos con una figura sencilla, discreta, pero importante: San José, su padre adoptivo.
Sin duda, también predestinado (o sea, elegido) por Dios para tan noble misión, él no fue –a diferencia de la Virgen María– preservado del pecado original; sin embargo, cuando le llegó el turno de decidir delante de la invitación divina: “José, hijo de David, no temas aceptar a María como tu esposa, pues el hijo que espera viene del Espíritu Santo...”, él aceptó con valor y con decisión la voluntad de Dios y así: “cuando José se despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado...” (Mt 1, 20. 24)
Aceptar las insinuaciones e invitaciones del Señor, ahí está el camino para la santidad.
Tampoco nosotros fuimos preservados de la mancha original; pero sí que, como San José, fuimos predestinados (elegidos) para conocer y amar a Jesucristo. ¿Cómo vamos a responder a tan alta vocación que hemos recibido?
San José vivió junto a Jesús el resto de sus días, mirando cómo se cumplían las promesas de Dios. A la contemplación de las maravillas que hoy continúa realizando, estamos llamados cada uno de nosotros, y a tener nuestra mirada y nuestro corazón fijos en la persona de Jesús.
Ni tú, ni yo, pues, hemos nacido santos; pero podemos llegar a serlo, a imitación de aquel varón de la tribu de David, que con humildad aceptó por amor los designios de Dios en su vida.
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