«Cuán abundante la riqueza de su bondad para con nosotros, pues ha
querido que, cuando nos pongamos en su presencia para orar, lo llamemos con el
nombre de Padre y seamos nosotros llamados hijos de Dios, a imitación de
Cristo, su Hijo; ninguno de nosotros se hubiera atrevido jamás a pronunciar
este nombre en la oración, si él no nos lo hubiese permitido. Por tanto,
hermanos, debemos recordar y saber que, pues llamamos Padre a Dios, tenemos que
obrar corno hijos suyos, a fin de que él se complazca en nosotros, como
nosotros nos complacemos de tenerlo por Padre. Sea nuestra conducta cual
conviene a nuestra condición de templos de Dios, para que se vea de verdad que
habita en nosotros. Que nuestras acciones no desdigan del Espíritu: hemos
comenzado a ser espirituales y celestiales y, por consiguiente, hemos de pensar
y obrar cosas espirituales y celestiales, ya que el mismo Señor Dios ha dicho:
Yo honro a los que me honran, y serán humillados los que me desprecian.
Asimismo, el Apóstol dice en una de sus cartas: No os pertenecéis a vosotros
mismos; habéis sido comprados a precio; en verdad glorificad y llevad a Dios en
vuestro cuerpo. A continuación, añadimos: Santificado sea tu nombre, no en el
sentido de que Dios pueda ser santificado por nuestras oraciones, sino en el
sentido de que pedimos a Dios que su nombre sea santificado en nosotros. Por lo
demás, ¿por quién podría Dios ser santificado, si es él mismo quien santifica?
Mas, como sea que él ha dicho: Sed santos, porque yo soy santo, por esto
pedimos y rogamos que nosotros, que fuimos santificados en el bautismo,
perseveremos en esta santificación inicial. Y esto lo pedimos cada día» (San
Cipriano [c. 210-2581. Tratado del Padrenuestro).
No hay comentarios:
Publicar un comentario