En aquel tiempo, los setenta y dos discípulos regresaron llenos de
alegría y le dijeron a Jesús: "Señor, hasta los demonios se nos someten en
tu nombre". Él les contestó: "Vi a Satanás caer del cielo como el
rayo. A ustedes les he dado poder para aplastar serpientes y escorpiones y para
vencer toda la fuerza del enemigo, y nada les podrá hacer daño. Pero no se
alegren de que los demonios se les sometan. Alégrense más bien de que sus
nombres están escritos en el cielo". En aquella misma hora, Jesús se llenó
de júbilo en el Espíritu Santo y exclamó: "¡Te doy gracias, Padre, Señor
del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los
entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así
te ha parecido bien! Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce quién es
el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el
Hijo se lo quiera revelar". Volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
"Dichosos los ojos que ven lo que ustedes ven. Porque yo les digo que
muchos profetas y reyes quisieron ver lo que ustedes ven y no lo vieron, y oír
lo que ustedes oyen y no lo oyeron".
Reflexión
Este pasaje forma parte del regreso de los setenta y dos discípulos
enviados por Jesús en misión. Es uno de los textos más ricos en cuanto a la
alegría del Reino, la autoridad espiritual, y la revelación trinitaria. Jesús
no solo celebra el éxito de la misión, sino que revela verdades profundas sobre
el mal, la salvación y la comunión con Dios.
Los discípulos experimentan el poder del nombre de Jesús. No es
orgullo, sino asombro, obviamente no es su habilidad, sino el poder delegado
por Cristo lo que produce frutos.
Jesús se alegra en el Espíritu y bendice al Padre porque Dios se
manifiesta no a los sabios del mundo, sino a los humildes, los sencillos, los
abiertos. La revelación no se gana, se recibe.
Este pasaje es un canto a la alegría espiritual, no basada en logros
humanos, sino en la gracia divina. Jesús nos invita a mirar más allá del éxito
visible y a descansar en la certeza de que somos conocidos, amados y llamados
por Dios.
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