«El Señor, entre otros preceptos y consejos saludables con que proveyó
a la salvación de su pueblo, le enseñó también la manera de orar, y Él mismo
aconsejó y enseñó también lo que debíamos pedir. El que nos dio la vida, con la
misma benignidad con que se ha dignado darnos todas las cosas, nos enseñó
también a orar, para que más fácilmente seamos escuchados cuando hablamos al
Padre con las súplicas y oraciones enseñadas por el Hijo. Pues, ¿qué oración
puede haber más espiritual que la que nos ha enseñado el mismo Dios? Y ¿qué
súplica más verdadera para con el Padre que aquella que ha procedido de la boca
de su Hijo? De manera que el orar de distinto modo del que Él nos enseñó, no
sólo es ignorancia, sino también culpa. Por eso dijo: "Habéis rechazado el
mandato de Dios para establecer vuestra tradición" (Mt 7). Oremos, pues,
hermanos carísimos, del modo que Él, nuestro Maestro, nos enseñó. Es oración
amiga y familiar el rogar a Dios con lo suyo. Hagamos que llegue a sus oídos la
oración de Cristo, de modo que reconozca el Padre las palabras de su Hijo en
nuestras oraciones. Pues si Él ha dicho que cualquier cosa que pidiéramos al
Padre en su nombre, nos la dará, ¿con cuánta mayor eficacia conseguiremos lo
que pidamos si lo hacemos con su oración? Pues, ¿cuántos son, hermanos
carísimos, los misterios de la oración dominical? Oh, cuántos y cuán grandes, y
cuán compendiosamente resumidos, y también, cuán copiosos en virtudes
espirituales! No queda absolutamente nada de doctrina celestial sin ser
compendiado en esta oración» (San Cipriano [c 210-2581. De oratione dominica).

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