Todos los conocemos, se sienten tan perfectos, tan merecedores del
reconocimiento público que pareciera que Dios algo le quedó a deber por ser tan
buenos. Son esos buenos que resultan insoportables por ser tan pagados de sí
mismos. El retrato del fariseo es un llamado a la modestia y la humildad. Si
alguien conoce nuestra fragilidad es Dios y no le podemos impresionar con
nuestras ínfulas de santidad. La antítesis final que cierra el relato
evangélico (Lucas. 18, 9-14) a todo el que se encumbra lo abajarán y al que se
abaja lo encumbrarán, es una ley de vida que conviene atender, no solamente en
nuestras relaciones humanas, sino en especial ante Dios. Si no es posible
mentirnos a nosotros mismos, tampoco resulta posible mentirle a Dios. La
humildad y la modestia del recaudador que reconoce su condición pecadora nos
resultará más oportuna delante de Dios.
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