Por Margarita RIVERO VIANA
No en vano el Talmud -el libro sagrado de los judíos- llama a la cortesía "la forma más alta de la sabiduría", pues en la práctica ella se convierte en garantía de una convivencia pacífica, sana y agradable.
Un trato cortés y amable es el mejor reconocimiento a la persona del otro y a su dignidad de ser humano, amén de ser fiel reflejo de la calidad humana de quien lo practica.
La cortesía tiene cabida en todos lados: en la oficina, en la iglesia, en la escuela, en las calles, en los parques, en las fiestas y en el hogar, sitio este último donde por lo general nos resulta más difícil practicarla -sobre todo con los miembros más pequeños de la familia-, al grado de que en estos asuntos de la cortesía algunos nos convertimos en "candil de la calle y oscuridad de la casa".
La cortesía es una de las maneras más sencillas de demostrar nuestro amor y por eso, para aprender la cortesía, el hogar se convierte en la escuela por excelencia. Un pequeño detalle -por ejemplo, dar una servilleta al hermano en la mesa- dice más que mil palabras, aunque éstas también son necesarias. Sin embargo, el silencio -saber callar en el momento oportuno- también llega a ser muestra de cortesía.
Una respuesta cortés, en tono moderado, sin perder la calma, desarma hasta a la persona más agresiva y le hace bajar la guardia (dicen que no hay pleito entre dos personas si las dos no quieren). La cortesía logra doblegar el orgullo hasta de las personas más altaneras y suaviza hasta a las personas más duras y severas. Pocos pueden permanecer indiferentes ante un trato cálido y afectuoso, ante un saludo cortés y sincero.
Seguramente la vida nos ha permitido comprobar que es de sabio ser cortés. Actuemos siempre con cortesía, inclusive con la gente con la cual no simpatizamos por completo. Todos merecemos ser tratados como hombres y como hijos de Dios.
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