El magisterio de la Iglesia rechaza tanto las visiones apocalípticas como la indiferencia frente a la realidad. A pesar de las miserias de la historia humana el cristiano alberga la esperanza de una meta mesiánica de liberación y de paz.
La nueva creación, humana y cósmica, es inaugurada con la resurrección de Cristo, primicia de aquella transfiguración a la que todos estamos destinados, esta perspectiva de fe a veces puede verse tentada por la duda, en el hombre que vive en la historia bajo el peso del mal, de las contradicciones y de la muerte.
Hay quienes piensan que todos los esfuerzos están destinados a ser vanos, que Dios está ausente y no está interesado en este minúsculo punto del universo que es la tierra.
En esta circunstancia se encuentran hombres y mujeres privados de confianza, indiferentes a todo, incapaces de luchar y de esperar.
Frente a la tentación de cuantos suponen escenarios apocalípticos de irrupción del Reino de Dios y de cuantos cierran los ojos cargados por el sueño de la indiferencia, Cristo opone la venida sin clamor de los nuevos cielos y de la nueva tierra, Dios respeta la libertad de la humanidad, la sostiene cuando es amenazada por la desesperación, la conduce etapa tras etapa y la invita a colaborar en el proyecto de verdad, de justicia y de paz del Reino.
El cristiano debe expresar su esperanza también dentro de la estructuras de la vida secular, ya que la misión de la Iglesia no consiste solo en ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también en impregnar y perfeccionar con el espíritu evangélico el orden de las realidades temporales.
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