jueves, 18 de agosto de 2011

El hombre, un reflejo del amor de la trinidad.


Dios y el hombre, el Creador y la criatura. Dos lados opuestos de un misterio, que parecen estar separados por un abismo, pero que en realidad se encuentran unidos por un lazo muy profundo, la vida. Un don de Dios al hombre que rompe todas las distancias, hasta el punto de que le sitúa en «íntima relación» con el Absoluto, haciéndole en cierto sentido ya en la tierra un reflejo de la gloria misma del Padre, del Hijo y del Espíritu. El primer lazo del hombre con la eternidad está presente ya desde que comienza a respirar, lo que constituye una «intervención trinitaria de amor y de bendición». Así, desde ese momento, desde su origen, la existencia del hombre asume una dimensión nueva, una «nueva vida». «Esta vida trascendente infundida en nosotros por la gracia nos abre al futuro, más allá del límite de nuestra caducidad de criaturas». «Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo». «De este modo alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor». J. Pablo II

«El hombre que vive es la gloria de Dios», pero «la vida del hombre consiste en la visión de Dios».

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